Debió ser a finales de 1990 o por ahí. Olvido las fechas así como los segundos apellidos pero, en cambio tengo buena memoria fotográfica de forma que una vieja y arrugada servilleta con cuatro datos o los bordes de la página de un libro, me devuelven historias vividas y absolutamente olvidadas. Con los papeles pequeños llenos de datos de imposible lectura, me pasa igual; los voy amontonando en un cajón en la certeza de que nunca podré leerlos y nunca, también, perderé el tiempo en descifrar qué dicen.

Trabajaba en La Provincia que por entonces estaba en el Sebadal. Me buscaba bien la vida, era consciente de que buscarse la vida en periodismo significaba no desaprovechar ni una oportunidad. Un día, el entonces director del periódico, Francisco de la Iglesia, se acercó a mi mesa y dijo «me cuentan que han trasladado a una de las hijas de la Dulce Neus, ¿recuerdas el caso?, a Salto Negro, date una vuelta por los juzgados a ver sí la localizas». Una aguja en un pajar. Fue un asesinato muy sonado en la década de los noventa. Neus había matado de un disparo en la cabeza a su marido, un tirano maltratador, mientras dormía en una Masía catalana. A Neus la detuvieron y a sus hijos menores los ingresaron en centros de acogida de Barcelona. La mayor ingresó en Salto del Negro y allí cumplió buena parte de la condena. Su novio de entonces encontró trabajo, lo que fue de gran ayuda de cara al traslado a Las Palmas de Gran Canaria. Empecé la columna recordando que mi jefe me encargó localizarla. Y la localicé en un centro de estudios. Esperé que saliera y la abordé en la calle. Cuando le dije que era periodista, la tuve que agarrar. Nos fuimos a tomar café y allí acordamos un reportaje ocultando su cara.