El último verano de mi vida en el que tuve unas vacaciones interminables de las que disfruté como quise sin agobios y sin auténticos juegos de geoestrategia para coincidir con mis amistades y mi familia fue el verano de segundo de bachillerato.

Terminé los exámenes, guardé todos mis apuntes, no toqué un solo papel hasta octubre. Cuando veo ahora a los adolescentes apiñaditos en las puertas de los institutos siento cierta envidia sana. Vengo pensando estos últimos días en cómo hemos ligado nuestro valor como seres humanos y una gran parte de nuestra identidad a nuestra productividad y rendimiento. Tuve hace poco una conversación con una persona que desglosó todo lo que había hecho durante el puente del día de Canarias con orgullo y satisfacción: no había vagueado, había aprovechado todo su tiempo libre al máximo. No dije nada porque no acostumbro a decir nada, me considero un sujeto pasivo en la mayoría de las conversaciones en las que participo. He descubierto con el transcurso de los años que muchas personas no quieren dialogar con los demás, solo quieren que las escuchen. Yo dejo que me hablen, no tengo mayor problema. Escuchando una aprende mucho. Temo haber interiorizado esa máxima según la cual tenemos que estar ocupados con algo a todas horas, todos los días, porque de lo contrario no estamos aprovechando el tiempo y si no aprovechamos el tiempo ¡no nos lo merecemos! Una conocida perdió su trabajo hace unos meses, pero siempre me informa de que no para de buscar otro, no es una persona perezosa: manda currículums, hace entrevistas, ya la llamarán. Por ahora, nadie la llama. Nadie la llama pero ella no para, ganas no le faltan. Vivimos tiempos extraños, una época convulsa. Supongo que cualquier persona podría señalarse el pecho y hacer la misma afirmación, sea del año que sea, pero a mí me tocaron estos años, no tengo otros. Cuando no hacemos nada solo nos somos útiles a nosotros mismos. No estamos «generando contenido» (detesto esa expresión), no estamos alimentando bases de datos cuyo control nunca está a nuestro alcance, no estamos educando a ninguna aplicación ni algoritmo para que sea más inteligente y nos pueda monitorizar mejor. Quizá relajarse sea una táctica de supervivencia, una forma de resistirse a la montaña rusa que es la vida en general. Siempre girando, girando, girando. Ocupemos el lugar que ocupemos en el mundo, resulta deshonesto negar que vivimos rodeados de palabras e imágenes que no tenemos tiempo de contemplar, digerir, analizar. No vemos lo que tenemos delante y ya estamos buscando la siguiente pantalla a la que saltar, siempre en movimiento. Al poco de comenzar la pandemia ya había ensayos sobre el virus y youtubers diseñando rutinas de gimnasio para todo aquel que quisiera hacer algo, lo que fuera, cualquier cosa con tal de no pensar. Quizá podamos ser un poco rebeldes de vez en cuando y dedicarnos a actividades que no resulten extraordinarias ni productivas, o de alto rendimiento a simple vista, como que nos dé el sol en la cara o regar las plantas que tenemos en casa. Quizá algún día podamos, en definitiva, dedicarnos a no hacer nada.