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El Revés y el derecho

Miles de días en los periódicos / 17 Elfidio y Teddy, la ceremonia de los abrazos

Teddy Bautista. Conocí muy tarde a Teddy Bautista, cuando ya había hecho su impresionante carrera como músico, al frente de Los Canarios. Luego lo vi en el esplendor de su otra carrera, como gestor principal de los derechos de los músicos españoles y como promotor de la cultura, en un país que él intentó cambiar para convertirlo en más receptivo a los derechos de quienes componen y arreglan.

En ninguna de esas facetas hice otra cosa que verlo hacer, desde el periodismo. Su energía rebatía por completo esa simpleza que nos atribuye a los canarios una modorra que no existe. En él, en concreto, no existió en grado alguno. Al contrario, desde que se le conoce como líder musical y como líder de los derechos de los músicos su actividad fue frenética, guio a este país, en este sentido, hasta la más alta representación internacional de los autores.

Era natural que a todo el mundo no le gustara su modo de hacerlo, lo que no se esperaba (al menos yo no lo esperaba) fue que ese desacuerdo se convirtiera en algún momento en una inquina que iba a arrinconarlo en el lado helado de la historia, y eso ocurrió hace once años cuando un juez, el juez Ruz, decidió acorralarlo al amanecer de un día de verano, como ahora, enviándole agentes de la seguridad, entre ellos bien pertrechados guardias civiles, para revisar cuentas, contratos y otras gavelas y decretar, en fin, su muerte civil en un juicio que se hizo eterno pero que en todo caso duró menos que el ánimo del fundador de Los Canarios.

En ese periodo de tiempo frecuenté más a Teddy Bautista, me hice amigo de él, lo vi en sus soledades, nos invitamos a almuerzos en los que desafiaba su melancolía seguramente para que aquel amigo, que era yo, no sintiera que debía sobreactuar su apoyo. Él no estaba bien, eso era evidente, sentía en lo más íntimo que estaba siendo víctima de una persecución que no tenía que ver tanto con la ley como con la consecuencia de un desafecto que llegaba a sus últimas consecuencias.

En muchas plumas de entonces (y hasta fecha muy reciente) vi la mala voluntad de quienes, en otras circunstancias, fueron rendidos admiradores de una gestión moderna y arriesgada, pero que ahora abrazaban las presunciones como artículos de fe. En un tiempo en que volvió a la calle y, por decirlo así, a socializar, le encontré en lugares abiertos, en presentaciones de libros, en actividades públicas a las que concurría con sus gafas de sol, bajo el sombrero que iba protegiéndole del frío, del sol o del inmediato conocimiento. Sentí por él en todo momento, durante ese periodo y después, un afecto que iba más allá (y más acá) de lo que sucede cuando consideras que has de estar cerca de un amigo en peligro de desdén o de injusticia, y escribí lo que pude para poner de manifiesto mi fe en él como persona y mi admiración por su carrera como músico. Y alguna vez lo vi llorar.

Pasó el tiempo y al fin se produjo una sentencia que a él y a sus numerosos compañeros incriminados les fueron retirando cargos hasta dejar las denuncias en elementos muy menores de una justicia que en la exageración basó su desvergüenza. Entonces sentí una enorme alegría, como ser humano, porque durante todo ese tiempo me había sentido herido yo mismo, desde que aquel momento del verano, yendo con mi nieto recién nacido en un coche, escuché en la radio la decisión del juez Ruz de detener a Teddy cuando éste venía del entierro de un compañero suyo de Junta Directiva de la SGAE.

Por la noche un ministro al que yo apreciaba mucho me dijo que aquel era un trámite, que no pasaría nada, y vaya sí pasó. La sociedad periodística decretó, entre otras muchas, la muerte civil de Teddy Bautista, y los periodistas no se quedaron atrás. Así que cuando, a mediados del año pasado, se decretó el final de esa larga pandemia que sufrió el compositor canario yo me llevé una íntima alegría, que ahora me gustaría compartir con quienes, en Gran Canaria, le hacen el homenaje que se debe a su música exigente, a su vida golpeada en la que, por fin, alcanza alivio y abrazo, entre otros el que yo mismo incluyo en estas setecientas palabras que llevo de columna.

Elfidio Alonso. Hace muchos años, vivo Franco, y dando mandobles aún como un bandolero, Joan Manuel Serrat vino a la isla de Tenerife, con una mochila al hombro, a cantar en el Teatro Baudet. Debía hacer esa escala antes de irse a América, donde se exiliaría, porque el Gobierno le exigía ese fielato para no poder decir, en el extranjero, que no había podido actuar en su propio país. En aquel momento el cantante del Poble Sec era un proscrito, y España era una dictadura. En esos tiempos trabajábamos Elfidio Alonso y yo mismo, en comandita, en EL DÍA, en muchos de los encargos que nosotros mismos nos hacíamos. Lo acompañé al hotel Brujas, adonde debía llegar Serrat antes de su actuación obligatoria previa a aquel viaje. Como siempre hacía, con una memoria que parece la de su padre (y la de su tía María Rosa), el que ya estaba barruntando la fundación legendaria de Los Sabandeños, Elfidio memorizó lo que fue diciendo Serrat sobre las circunstancias políticas en las que el régimen lo había metido, y luego fuimos al periódico, para dar cuenta de la llegada del cantante y de todo lo que habría que decir de ese momento tan decisivo de su vida.

Luego han pasado los años, todo es distinto para todos, la vida ya no es aquella persecución que le tocó sortear al hombre que le regaló música a la melancolía del mar, y finalmente Serrat ha decidido decir adiós a una carrera que lo llevó por todas partes, y por Gran Canaria, y por Tenerife, adonde fue estos últimos días. Al llegar a las islas buscó a sus amigos de toda la vida, entre ellos a algunos que ya no están, y a otros de los que tiene buena memoria, hasta que llegó a Tenerife, se hizo con el teléfono de aquel cronista que luego fue el alma de Los Sabandeños, lo invitó al concierto que dio en el Auditorio junto al mar y allí le rindió el adiós de su despedida.

La vida es un abrazo pendiente, y Serrat se distingue por cumplir con todos los abrazos, uno a uno. Elfidio se merecía este.

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