La Provincia - Diario de Las Palmas

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Un carrusel vacío

La costumbre

Dicen que están aumentando estos días los contagios de Covid-19. Aunque sigo viendo mascarillas por la calle, tengo la impresión de que se nos ha pasado, en gran parte, el miedo. En cierto modo, el virus es menos peligroso que hace unos meses, pero, sobre todo, ha actuado la costumbre. No sería posible vivir eternamente en un estado de ansiedad como el que teníamos en 2020, en aquellos días en los que vivíamos colgados de las cifras de muertes y contagios y atados a una pregunta: ¿cuándo me tocará a mí?

Recuerdo la primera vez que salimos a la calle después del gran confinamiento. Sentíamos pavor de rozar con la yema de los dedos cualquier superficie y las personas con las que nos cruzábamos se convertían, prácticamente, en asesinos en potencia. Todos eran susceptibles de contagiarnos. Poco a poco, nos fuimos relajando, especialmente los que pasamos el virus con unos días de fiebre y la clásica tos perruna que solía prolongarse. En concreto, yo fui de “la hornada de Navidades”. Canté villancicos envuelta en escalofríos y comencé enero con la hermosa seguridad de saberme poseedora de anticuerpos, al menos, por un tiempo. Le acabamos restando importancia, silenciando esa voz racional que emerge de la cabeza y nos recuerda que la gente todavía muere. ¡Con qué facilidad se olvidan los muertos en situaciones de este calibre!

Por desgracia, ocurre algo parecido con las guerras. Las víctimas se acostumbran hasta tal punto al horror que acaban desarrollando una especie de coraza. En ese sentido, resulta curioso rastrear las opiniones de los escritores de la Generación del 50, los llamados “niños de la guerra”, a quienes el golpe de Estado de 1936 sorprendió en plena infancia. Jaime Gil de Biedma, por ejemplo, tenía seis años y se educó en el seno de una familia noble, de ideas conservadoras. Muy esclarecedor es su poema “Intento formular mi experiencia de la guerra”, incluido en la obra Moralidades (1966). En él, empieza confesando: “Fueron, posiblemente, / los años más felices de mi vida, / y no es extraño, puesto que a fin de cuentas / no tenía los diez”. Tras el polémico arranque, continúa describiendo las emociones que le producían las noticias que llegaban del frente, los traslados de su familia para ponerse a salvo… Termina diciendo: “Cuando por fin volvimos / a Barcelona, me quedó unos meses / la nostalgia de aquello, pero me acostumbré. / Quien me conoce ahora / dirá que mi experiencia / nada tiene que ver con mis ideas, / y es verdad. Mis ideas de la guerra cambiaron / después, mucho después / de que hubiera empezado la postguerra”.

A Gil de Biedma la guerra no le arrebató un hermano, como a Ángel González, otro escritor de su generación. La vivió en la distancia, desde una posición relativamente cómoda y una mirada infantil. Además, los niños son los primeros en adaptarse a todas las situaciones, por terribles que parezcan; quizá, porque llevan consigo su propio universo, en el que refugiarse del frío de la realidad. Con las grandes catástrofes, todos acabamos actuando como niños, buscando la supervivencia emocional. Qué decir, por ejemplo, de la guerra de Ucrania, que nos desestabilizó los nervios durante unas semanas. Me recuerdo buscando información sobre posibles escenarios apocalípticos en los que las potencias nucleares lanzarían aquí y allá sus misiles. Conceptos como “invierno nuclear” o “III Guerra Mundial” cobraban, de repente, una inquietante realidad. Y los muertos, claro. Las decenas, centenas, miles de muertos que, poco a poco, iban perdiendo su rostro, formando parte de un colectivo borroso: los muertos de una guerra. Los que más y los que menos mandamos ayuda, en forma de dinero o de víveres; incluso conozco gente que organizó caravanas para traer a España refugiados ucranianos.

Pero hoy se habla menos de la guerra, aunque la guerra siga. Es comprensible hasta cierto modo, por aquello de la supervivencia emocional. Sin embargo, la gente continúa muriendo en Ucrania y, en la última semana, tres personas de mis círculos próximos se han contagiado de Coronavirus. Las realidades no desaparecen, aunque tratemos de distraernos y de no dedicarles más pensamientos de los necesarios. Lo que sí deberíamos aprender de estas catástrofes es a discernir los problemas menores de los auténticos. A valorar como es preciso la salud, la posibilidad de reunirnos con nuestros seres queridos, ir de vacaciones o caminar por un parque al atardecer. La costumbre, a menudo, nos pone un velo en los ojos, también en las cosas cotidianas y hermosas, en la vida misma. Y a veces hace falta contemplar la primavera desde el otro lado del cristal para estremecernos con la belleza de las flores.

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