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Vuelva usted mañana

Criptosectas: la cultura de la codicia

Una nueva amenaza se cierne sobre la juventud del primer mundo. Las llamadas “criptosectas”. Organizaciones que, bajo la apariencia de escuelas de inversión en criptomonedas, captan a jóvenes y les persuaden para que abandonen sus vínculos familiares y dediquen sus vidas únicamente a la organización.

El proceso de reclutamiento, dice la Policía Nacional, es sencillo. En una sociedad como la actual, en la que la inmensa mayoría de los jóvenes interactúan a través de las redes sociales, los líderes de estas organizaciones muestran en internet una vida de lujo, adquirida supuestamente gracias a un cambio de mentalidad orientada al éxito. Fotografías con automóviles y relojes de alta gama, vacaciones en lugares paradisíacos, restaurantes de moda. Todo ello gracias a las enseñanzas adquiridas en la organización y a los consejos de los expertos en inversión que es necesario seguir al pie de la letra para lograr esta vida idílica.

¿Y el precio? Poco para los beneficios que seguro obtendrán. Una pequeña inversión a cambio de una rápida rentabilidad, un quince o incluso un veinticinco por ciento. Pasan los días y los inexpertos inversores, sobre el papel, ven cómo aumenta su dinero. Cada hora más. Es extraordinario. Beneficio asegurado. El dinero llama al dinero. Pero, de repente, cuando menos se lo esperan, todo se desploma. La criptomoneda pierde su valor y el joven se queda sin nada.

Ya hay quien ha formulado denuncia por estafa. Por estafa piramidal, según los padres de muchos de estos jóvenes, que ven cómo sus hijos les son arrebatados por quienes dominan estas organizaciones. En cualquier caso, para concluirlo, habremos de esperar a que finalicen los procesos judiciales en curso, a que los jueces, con todos los datos, dicten sentencia.

El problema, sin embargo, no es éste. Es mucho más profundo. Y hunde sus raíces en la formación que, de un tiempo a esta parte, reciben los jóvenes. O, mejor dicho, en la nueva cultura que quienes ostentan el poder, político o económico (que viene a ser lo mismo, pues ambos se confunden), llevan tiempo queriendo implantar. Una cultura que, en sustitución de la anterior, desprecia el esfuerzo y encumbra la holgazanería. Una cultura que repudia al que trabaja, al que hornea a diario el pan que todos necesitamos, y exalta al que especula y al que se enriquece con la nada, sin producir nada ni ofrecer nada.

Solo alguien adoctrinado en esta nueva cultura puede considerar normal que, invirtiendo diez, mañana, pueda tener quince. Sin hacer nada más. Tumbado en el sofá mientras, por arte de magia, su dinero aumenta y aumenta. Un dinero que ni siquiera existe en la realidad, en el mundo de lo tangible y palpable, sino sólo en la pantalla de sus portátiles. Y claro, siendo así, donde hoy dice dos, mañana puede decir cinco y pasado, cero.

Los referentes, hoy en día, no son los más cultos, quienes más saben, ni los más trabajadores, los que se han labrado un futuro con el sudor de su frente, ni los más justos, dispuestos a sacrificarse por defender sus principios, ni los más solidarios, que, por encima de su bienestar y su comodidad, ofrecen lo que tienen a quienes más lo necesitan.

En el mundo actual ocurre todo lo contrario. Las redes sociales y la publicidad nos muestran que lo realmente importante es el dinero y la fama, adquiridos ambos por cualquier medio, incluso ilícito o inmoral. No importa. Cuando se trata de glorificar a estos falsos dioses, a estos becerros de oro, el fin siempre justifica los medios.

Y en el marco de esta escalofriante situación es donde nos movemos. Los jóvenes captados por las citadas “criptosectas” no son tanto las víctimas de éstas, sino del sistema que prácticamente todos hemos aceptado sin rechistar, con una sonrisa en la cara, acudiendo al black Friday con nuestro hijo de la mano izquierda y con las bolsas llenas de productos rebajados en la derecha, comprándoles, además, un teléfono móvil con Facebook e Instagram al cumplir los diez años, dándoles nuestra tablet para que, durante cualquier comida, miren la pantalla y no nos molesten.

Si, cuando empezó todo, cuando se atisbaron los primeros indicios de lo que estaba por venir, hubiéramos alzado la voz en una sonora negación en dirección a quienes pretendían comprarnos y vendernos, probablemente ahora no estaríamos hablando de algo llamado “criptosectas”. Pero fuimos cobardes, preferimos continuar con nuestras vidas tratando de fingir que no ocurría nada, que todo iba bien, que el próximo domingo, como los anteriores, bajaríamos al bar de la esquina a tomar nuestro vermut.

Desconozco si ya es demasiado tarde o si todavía hay esperanza. De lo que sí estoy seguro es de que, si, como dijo Pablo Guerrero, en su momento hubiéramos salido a tapar la calle, hoy no habría escrito este artículo. Y créanme, con todas mis fuerzas desearía no haberlo hecho.

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