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El revés y el derecho

La alegría de encontrarse con José Luis Fajardo

Estuve este último viernes en la casa que tiene el pintor José Luis Fajardo en Madrid, en el segundo piso de un edificio de la calle Campoamor, en Chamberí, cerca del estudio que tuvo hace años cerca del Café Gijón, que durante mucho tiempo fue el lugar donde confluían los viejos y los nuevos artistas que se reunían para ver pasar los últimos años del franquismo. A esa casa, que estaba muy cerca del Oliver y del Gades, dos establecimientos de bebidas y de comidas, que acogieron noches maravillosas en tiempos que parecía que iban a durar hasta la eternidad, iban muchos de los que serían protagonistas de la movida, y aquella pareja, Piluca Navarro y José Luis Fajardo, nuestros amigos, los recibían con una generosidad que no decayó tampoco cuando ellos se separaron para seguir siendo amigos entre ellos y de todo el mundo.

Aquel tiempo en que iba a la casa de Fajardo (y de Piluca) nos alcanzó saludables y pletóricos, pues después de aquel franquismo de tonos grises oscuros vino una época que, en efecto, parecía que iba a durar una eternidad. Y la eternidad no existe, o al menos sólo existe cuando uno ya no está y no puede contarle a nadie que la experimentó. Eran tiempos bellos y felices, y hoy, cuando me encuentro con Fajardo o voy a verlo a una casa que parece hecha para ver pintura y para escuchar música, siento aquellas sensaciones que producen (y producían con Piluca, que murió hace unos años, y nos dejó más solos a los que los queríamos tanto) los sitios en los que se vive para el arte de la pintura y de la música, o para el arte de recibir.

En este momento esa casa, a la que se sube sin ascensor, gracias a escaleras que parecen hechas a la medida de los vecinos del tiempo de Pérez Galdós, es sobre todo el estudio de un artista extraordinario, al que su tierra, que es la mía, le ha hurtado el entusiasmo de celebrarlo, e ignoro por qué ocurren estas cosas con el arte que él sigue haciendo desde que era un muchacho que pintaba cuadros y regalaba entusiasmo.

Lo conocí a mediados de los años sesenta, cuando yo era ya un imberbe cronista de EL DÍA, que no me enviaba a ningún sitio, si yo no quería, pero que me publicaba cualquier encuentro que yo les llevaba a la Redacción de la avenida Buenos Aires. De las primeras notas que hice en aquellos tiempos en que yo iba por el mundo como si todo fuera posible está esa en la que cuento cómo me encontré con Fajardo en una galería en la trasera del Hotel Tenerife Playa, donde en otro tiempo yo había cuidado niños extranjeros. En esta ocasión caminaba por la trasera del hotel, vi abierta una galería de arte y entré. Se exponían cuadros que a mi gusto combinaban paisaje y surrealismo, y ahí entré con la ambición de hacer una crónica o una entrevista, pero no había nadie a quien preguntar. Así que me decidí a tomar notas de todo lo que veía. Lo más predominante era una especie de lista de la compra que alguien había dejado clavada con chinchetas en una de las paredes del establecimiento. Con ese documento tan peculiar armé mi trabajo, que llevé a la Redacción en cuanto pude, como el periodista de calle que fui en seguida.

Conocí de veras a Fajardo con Piluca en una casa aireada de la parte alta del Puerto de la Cruz. Los fui a ver después de la publicación de aquella crónica sin personajes y me recibieron con la alegría que entonces parecía parte sin disputa de la vida y que luego hubo que ganarse a pulso, pues la alegría es lo primero que la vida intenta robarte. Cuando estábamos, este periodista de nuevo con su libreta y con su lápiz, y ellos escuchándome preguntas, sonó una voz con acento argentino que les reclamaba desde la trasera de la vivienda para que se fijaran en una anomalía que aquel que les gritaba había descubierto en la bañera. “Eh, José Luis, Piluca, ¡acá hay una cucaracha!” Era una cucaracha, yo la vi, pero cuando la vio Piluca exclamó: “Ya se irá”. Y José Luis, que siempre tuvo esta clase de humor, añadió: “Viene cada rato”.

Así que aquel hombretón sudoroso que en efecto era argentino entró después por la puerta de la casa y por las puertas de mi vida. Era Edmundo A. Esedín del Ródano, una de las personas más peculiares y admirables que he conocido en los años en que me he dedicado a conocer gente y a preguntarles. Era más grande que yo varias veces, y no por casualidad lo llamaban el Gordo, Edmundo el Gordo. Sabía muchos idiomas, entre ellos el árabe. En aquel tiempo en que saber idiomas reclamaba sospecha política, pues era el tiempo de las postrimerías de Franco y había por un lado ultras de la derecha, a los que no pertenecíamos, e izquierdistas que veíamos sospechosos de ser agentes de la Cia a todos aquellos a los que no podíamos calificar. Y resultó que Edmundo era un hombre excepcional, un magnífico lector, un cocinero extraordinario que muy pronto se hizo, como Kim de la India, el amigo de todo el mundo. Y, por supuesto, ya era amigo de Piluca y de José Luis.

Desde aquella ocasión en que coincidimos los tres ya fui amigo de los Fajardo, como los llamábamos, y por supuesto amigo sin duda del querido Edmundo, y luego de su familia, igualmente bella y entrañable. En cuanto a José Luis y Piluca, o viceversa, me acogieron en sus sucesivas casas, cuando yo iba a Madrid y no tenía donde quedarme, abrieron esas casas para todos los isleños (o no) que se acercaran a la capital, y siempre tenían en esos domicilios gente interesante a la que acercarse para aprender cualquier cosa, desde derecho a historia política o del arte. Este viernes, cuando estuve con José Luis, preguntándole por su larga trayectoria, viendo con él los miles de cuadros que ha hecho durante la pandemia, como si interrogara con el micrófono impresionante de su mirada el tiempo raro que hemos vivido y que seguimos viviendo, sentí que el tiempo sólo había pasado para dejarnos más solos, pero que hay algo en el aire, y en el aire de esa casa, que no ha perdido nunca la sensación de vitalidad y de generosidad con la que aquella pareja nos recibió siempre. La alegría de encontrarse con Fajardo sigue intacta, y está en las paredes, en el suelo, en la música y en la voz. Y en los cuadros.

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