En el plano ético y de la convivencia, la peor noticia de este Gobierno es que se haya plegado a dibujar un proyecto de país dependiendo de los separatistas catalanes y los herederos de ETA. Más incomprensible en el caso vasco, sin que existan razones aparentes de subsistencia política para ello. La justicia poética parece haber obrado al coincidir el último e infame acuerdo con los proetarras para propinarle un golpe de muerte a la transición y la imputación judicial a los exjefes de la banda terrorista por la muerte de Miguel Ángel Blanco, el terrible asesinato que en su día infundió en los españoles la esperanza de permanecer unidos frente a un enemigo común. Lo que el paso del tiempo no ha diluido quiere encargarse ahora Bildu de borrarlo reescribiendo la llamada «memoria democrática» a su favor.
Del lado catalán, Sánchez ya ha programado con Aragonés una próxima reunión para retomar la mesa de diálogo tras el escándalo de las famosas escuchas de Pegasus. El Gobierno no parece dispuesto a renunciar a sus «amistades peligrosas», pese a las constantes señales de rechazo que emite un sector mayoritario de la opinión pública. Más allá de las concesiones a que estamos acostumbrados, probablemente no salga de esa mesa de diálogo nada sustancialmente trascendente salvo para los intereses de Sánchez de agotar la legislatura con los mismos socios que lo mantienen en la Moncloa.
Pero, en cambio, sí existen enunciados inquietantes por parte de la Generalitat y del propio Gobierno en la supuesta resolución de este conflicto: «superar la judicialización» o que ambos ejecutivos se comprometan a rechazar «la persecución o criminalización de las diversas opciones políticas». Como si en este país se persiguiese a alguien por sus ideas cuando la vía judicial emprendida ha sido para castigar el delito de quienes se sublevaron y declararon la independencia en contra de la Constitución, no a quienes se consideran independentistas catalanes sin violentar la ley.
