La Provincia - Diario de Las Palmas

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Marina Casado

Un carrusel vacío

Marina Casado

Las dos orillas del Nilo

El río Nilo es la arteria aorta de Egipto. Los antiguos egipcios distinguían sus dos orillas: la del este era la de los vivos, porque desde ella salía el sol. Los muertos habitaban la orilla oeste, escenario de los crepúsculos. El cuerpo de la diosa Nut se extendía a lo largo de todo el cielo: cada noche devoraba el disco solar por el oeste y, cada mañana, volvía a darlo a luz por el este.

Desde el crucero, contemplamos las dos orillas del Nilo, cuajadas de vegetación y de esos adorables pajarillos afilados, los ibis, a partir de los cuales inventaron al dios Thot, con cabeza de ave y un eterno papiro en el que anotaba el discurrir de los juicios de Osiris, donde se decidía si las almas de los recientemente fallecidos eran dignas o no del Paraíso. El corazón del muerto se colocaba en una balanza junto a la pluma de Maat, la diosa de la justicia, y solo si pesaba menos que ella el difunto podría cruzar el umbral del Paraíso. De otro modo, su corazón sería devorado por un monstruo. Me pregunto si yo pasaría la prueba. Mientras, desde la orilla este, unos niños gritan a la distancia y agitan sus brazos morenos. Junto a ellos hay vacas, palmeras y unas humildes chozas. Siento que nos separa mucho más que el agua del Nilo.

En Luxor, la antigua Tebas, los grandes templos están construidos en la orilla de los vivos, mientras que la de los muertos se reserva para el Valle de los Reyes, donde descansan las tumbas de los grandes soberanos. No hemos entrado en la de Tutankamón porque no estaba incluida en la excursión y el guía nos aseguró que no vale tanto la pena. ¿Qué diría Howard Carter, su famoso descubridor? Ocho integrantes de su expedición murieron en extrañas consecuencias y la prensa empezó a hablar de “la maldición de Tutankamón”. Lo cierto es que el llamado “Faraón Niño” –tenía diecinueve años en el momento de su muerte– no fue en absoluto importante y su fama se debe a lo bien conservada que se hallaba su tumba, protegida en parte de las incursiones de los saqueadores. A Tutankamón no le dio mucho tiempo de trascender, más allá de convertirse en el faraón que recuperó la religión politeísta después de que su padre, el enigmático Akenatón, la prohibiera, dejando como única divinidad a Atón, el dios que representaba el disco solar. La Gran Esposa del Faraón, Nefertiti, intervino activamente en la política de su tiempo a pesar de su condición femenina. Pero no fue la única: Hatshepsut, hija de Tutmosis I, ya había sido la primera mujer que gobernó el Alto y el Bajo Egipto como faraón –concretamente, su reinado duró 22 años.

En el Museo Nacional de El Cairo hay estatuas y representaciones pictóricas de todos ellos. La iluminación no es muy adecuada –más allá de la sala donde se conserva la famosa máscara funeraria de Tutankamón– y ni siquiera han instalado aire acondicionado. Deambulamos por pasillos en semipenumbra, entre estanterías donde reposan vasijas y demás objetos antiquísimos. Auténticos tesoros ignorados. Fuera, en la ciudad, reina el caos. Los peatones cruzan la calzada sin mirar, dejando que los vehículos los sorteen; las motos son ocupadas por familias de tres y cuatro personas, sin casco; se atraviesa un coche con el maletero abierto, en el que van sentados dos rapaces y, más allá, otros cuatro conducen un carro tirado por una mula.

Verdaderamente, parece que hemos retrocedido por lo menos un siglo. Las calles del casco antiguo son un auténtico laberinto en el que los vendedores exponen sus mercancías para el turismo –figuritas, chilabas y papiros de pésima calidad– y nos retan para comenzar el extenuante juego del regateo. Hay un sentimiento de pobreza en el aire, aunque en El Cairo no parece tan acusado como en Edfu, la ciudad que visitamos hace unos días, situada en la ribera occidental del Nilo. Nada más bajar del crucero, los conductores de calesas se empujaban por ser contratados por las agencias para llevar a los turistas, igual que los obreros en las fábricas londinenses del siglo XIX. Mustafá, que nos llevó a nosotros, no debía de tener más de doce o trece años. Azuzaba a la mula, internándonos por calles polvorientas atravesadas por mujeres con burka, mendigos, vendedores ambulantes, edificios derruidos… Al final, llegamos al inmenso templo que Ptolomeo construyó en honor a Horus, el dios con cabeza de halcón, uno de los mejor conservados del país. En sus muros, los dioses y los reyes, inmóviles a lo largo de los siglos e indiferentes a la realidad, continuaban librando sus eternas batallas.

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