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Juan Francisco Martín del Castillo

Analfabetismo e ignorancia culposa

Por fin, España está a la altura de los países más avanzados. En concreto, de la primera potencia mundial, los Estados Unidos de América. Y, si aún no los ha alcanzado, es únicamente por razones de tiempo. Hace ya unas décadas que nuestro país camina en dirección al modelo educativo estadounidense, en el que parece fijar sus expectativas de mejora. Este modelo comprensivo, basado en el todopoderoso constructivismo cognitivo, es el que impera al otro lado del charco. Sin embargo, como los informativos nos lo recuerdan de vez en cuando, es el mismo modelo que genera situaciones escandalosas, extrañamente definitorias de un sistema que bascula entre la excelencia académica y el fracaso de muchos de los alumnos, cuando no la abierta corrupción en las evaluaciones y los resultados. Así que España, si nadie lo remedia, está a muy poco de emular a Estados Unidos y engrosar el creciente número de naciones que cuentan con sistemas de instrucción básica que producen analfabetismo e ignorancia. Este es el gran agujero en el que habrá de caer el modelo educativo español, si el problema no se ataja en unos años que se me antojan críticos, simplemente por seguir a pies juntillas una pedagogía desfasada y fuertemente ideologizada.

Por no citar a Kant –para algunos, sospechoso de no sé qué elitismo-, emplearé, en su lugar, una referencia de Adolfo Sánchez Vázquez, un autor que, a los ojos de determinada línea de pensamiento político, está libre de unos supuestos vicios ideológicos que, paradójicamente, son los que se cree detectar en el filósofo alemán. Concluyó en su celebrada Ética, y en relación con los conceptos de responsabilidad e ignorancia, que el sujeto “es responsable de no saber lo que debía”. Y, aunque intente escaparse de la estela kantiana, el texto de Sánchez Vázquez no puede evitar remedar al sabio de Königsberg. En definitiva, Sánchez Vázquez, como lo hiciera en su momento el gigante teutón, reconoce que la ignorancia no siempre es inocente y que, en más de una ocasión, se podría hablar con legitimidad de una ignorancia culposa por parte del individuo.

Presentadas las premisas, es hora de abordar el tema principal: el analfabetismo institucional, es decir, la ignorancia generada, facilitada o consentida por el sistema educativo. La nueva ley del sector, más conocida como ley Celaá, es un proyecto que obedece ciegamente -y nunca mejor dicho-, a la definición descrita. Guste o no, el Estado, como garante de la formación de sus ciudadanos, es el responsable último de esta nefasta realidad. Y, guste o no, el resultado final será la progresiva extensión de la mediocridad y la ignorancia entre los jóvenes. Eso sí, y esto es casi tan importante como lo anterior, todos ellos con su título bajo el brazo.

Unamuno, que no dejaba de ser un profesor de Clásicas, dejó para la posteridad una frase redonda, de esas que uno lee y no le da la importancia que de por sí tiene hasta que pasa un tiempo prudencial. En El sentimiento trágico de la vida fija este precepto aparentemente retórico: “La historia de la filosofía es, en rigor, una historia de la religión”. Y a fe que tenía razón el vasco de Salamanca, porque la historia de la pedagogía es, quién lo duda ya, una historia plenamente religiosa, de puro dogmatismo. Unos dogmas con los que se ha querido encorsetar el trabajo de los profesores y, por supuesto, esclavizar a la propia enseñanza. En definitiva, la ley Celaá es la confirmación de que esta religiosidad pedagógica ha sido llevada con todo conocimiento y convicción a las páginas del Boletín Oficial del Estado.

Pasarán los años, quizás las décadas, hasta que el mal provocado por la ilusión de unos desquiciados (los chiripitifláuticos de la pedagogía) sea finalmente desterrado de la educación española, pero, mientras tanto, generaciones y generaciones de adolescentes hispanos se expondrán al pésimo influjo del paternalismo estatal, el relativismo epistemológico y moral y, cómo no, al estrecho contacto con una ignorancia de la que, es verdad, no son culpables directos, pero sí víctimas propiciatorias.

Ortega y Gasset, nuestro Ortega, al que ahora parece que quieren linchar con carácter retroactivo, lo dejó meridianamente claro en Unas lecciones de metafísica: “La vida humana es, pues, a un tiempo, delito, reo y juez”. Ojalá hubieran leído al madrileño los arriba mencionados, tanto los falsos gurús de la nueva pedagogía como los políticos de tres al cuarto, porque, de haberlo hecho, tal vez hubieran recapacitado sobre sus afanes y proyectos de ingeniería social que solamente han conducido a una ignorancia culposa entre la mayor parte de los que formamos parte de esta gran aventura que es la educación.

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