La Provincia - Diario de Las Palmas

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Marrero Henríquez

Escritos antibélicos

José Manuel Marrero Henríquez

Lo que queda de tus ojos

Nopólemo está cansado porque después de hacer deporte se ha puesto a regar once papayeros, dos higueras, un guayabero, tres naranjeros, un limonero, dos nispereros, una enredadera de moras alemana, un mango que no quiere crecer y un tamarindo en estado embrionario. Tan cansado está que lleva muy bien la cuenta de cada uno de esos árboles. Y está también muy cansado porque a continuación se ha puesto a arrancar, agachado y a mano, las malas hierbas que han crecido en torno a los troncos de los árboles con el empecinamiento hostil de siempre. Y está además extremadamente cansado porque finalmente no pudo soportar la visión de un callejón lleno de maleza y de nuevo agachado y a mano ha desraizado cuanto vegetal, mata o arbustillo se ha interpuesto en su camino.

Nopólemo piensa que en esas actividades rurales ha dejado parte de su cuerpo y que a lo largo de esa larga mañana su carne ha pasado a formar parte de la carne de la Tierra. Y lo piensa no porque sí, sino porque la visión de un retrato suyo, con los colores y los contornos desvaídos por el tiempo, lo ha llevado a ello. De una cosa ha ido a reparar en la otra y lo que ahora quiere Nopólemo es saber el porqué de tal trasvase de sentimientos e ideas y cuál ha sido la relación que ha intuido entre esa foto en que él se desvanece y el trabajo de campo al que ha dedicado la mañana. Nopólemo se lo toma con calma y se tumba en el sofá con la intención de ponerse a meditar en ello con tranquilidad.

Nopólemo no medita sino que se queda dormido. Su propósito ha cedido a la comodidad de la chaise longue y al sopor que en esa placentera posición lo ha ido venciendo hasta conseguir diluir su conciencia y hacerla caer en la profundidad de un dormir sin sueño. En la oscuridad del vacío que se ha adueñado de Nopólemo nada es todo lo que existe y tal es la nada que Nopólemo no sabe nada de nada. Nopólemo duerme sin soñar de manera tal que cuando al cabo de un rato emerge de ese abismo no lo hace de manera espontánea sino por la acción de un accidente externo, porque el sonido primero lejano, luego amenazante y finalmente estridente de una sirena de policía lo trae de manera imperiosa y desagradable a la realidad. ¿En qué estaba? piensa Nopólemo.

Medio aturdido abre los ojos y ve unas cejas enarcadas con las que se identifica y lo ponen de nuevo a cavilar. Su retrato ha perdido viveza, brillo, representatividad, lo que sobre el papel fotográfico se muestra son rasgos que, por su oscuridad original, todavía quedan ahí, patentes aunque desvaídos: unas cejas, las pupilas y el contorno de los labios son suficiente para identificarlo pero el pelo, la barbilla y las orejas apenas se ven y hay que imaginarlos. Piensa Nopólemo que los rasgos que se han esfumado no es que hayan desaparecido y ya está. Salvo lo que se cede a la entropía, la materia ni se crea ni se destruye, sólo se transforma, así que esos rasgos desvaídos de la foto tienen que estar, transformados, en algún lugar.

Parte de la persona que era Nopólemo y que yacía en el retrato ha pasado a formar parte de la biosfera y es ahora aire, oxígeno, agua, polvo, viento. Y es por eso por lo que cree que al verse difuminado en esa vieja fotografía pensó que parte de su ser se había fundido con la Tierra durante la extenuante mañana de trabajo de campo. Como los rasgos de la foto que se han perdido, ahora él es no sólo Nopólemo sino también abono, humedad, aire, nube, compost y agua. Y se alegra de saber que cuando vuelva a recoger papayos, nísperos, higos, naranjas, limones y moras y se los coma estará cumpliendo el ritual arcádico de la entropía, se comerá a sí mismo para que una porción de su cuerpo vuelva a formar parte de la Tierra en una suerte de ecosistémica economía circular que no tiene final.

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