La Provincia - Diario de Las Palmas

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Un carrusel vacío

Inocular el miedo

En estos últimos tiempos, tengo la impresión de que el gran confinamiento de 2020 se ha convertido en una frontera mucho más determinante que el nacimiento de Cristo en nuestras conversaciones, a la hora de rememorar tiempos pasados. El «a. C.» de «antes de Cristo» va a acabar significando «antes del Confinamiento», como la cosa siga así. La última vez que pisé un pub –no ya una discoteca– fue en esa otra orilla, cuando el Covid-19 era solo una amenaza lejana y asiática que me empujó a abandonar un viaje a Vietnam que estaba planificando para verano. Nunca me han apasionado las discotecas o los pubs, más allá de aquellos en los que la música tiene un toque retro, pero, cuando era más joven, los visitaba con cierta frecuencia, empujada por unos y otros amigos.

El Confinamiento me cambió un poco la mentalidad. Me desacostumbré a las masificaciones y a los ambientes excesivamente ruidosos, y a esto hay que añadirle que, por entonces, gran parte de mis círculos y yo comenzábamos a entrar en la treintena, la edad en la que se van sustituyendo los cubatas nocturnos por el vermú de mediodía, el «perreo» por las conversaciones distendidas ante una copa de vino. Impera otro tipo de ocio, aunque no debamos generalizar, porque, para gustos, los colores. A mí el cambio no me supuso una tragedia, desde luego.

Estos días, leo las noticias acerca del tema de los pinchazos a mujeres en pubs y discotecas. Cada día se van incrementando las denuncias en toda España y todavía no se ha podido identificar el motivo. Se ha descartado la sumisión química, porque, en la mayoría de casos, no se han detectado sustancias en la sangre de las víctimas, y ninguna de ellas ha sido violada o agredida después del pinchazo. La agresión es el pinchazo en sí mismo. Cobra fuerza la hipótesis de que se haga con el mero objetivo de amedrentar a esas mujeres, lo cual nos conduce a un inevitable desconcierto y a la consiguiente pregunta: ¿por qué?

Uno de los resultados de esta práctica que, por lo visto, ya era una realidad en Europa antes de que llegara a nuestro país, es el pánico social. Desde mi condición de mujer puedo afirmar que, si frecuentara esta clase de lugares, tendría miedo. Y en Twitter han podido leerse durante los últimos días numerosas opiniones que expresan esa misma emoción. Resulta indignante que una mujer que sale con la intención de divertirse y pasar un buen rato deba sentir miedo, y deba añadir este tipo de miedo a los que ya existían: que le echen algo a su cubata, que la atraquen o la violen en el camino de regreso, si va sola… Escribía el poeta Ángel González aquello de «hay que ser muy valiente para vivir con miedo». El mismo hecho de ser mujer es, en ocasiones, un acto de valentía.

Las mujeres ya hemos tenido que hacer frente, desde hace décadas, a actitudes machistas en discotecas y pubs. Todos recordamos al clásico machito que, con la excusa de haberse tomado una copa de más, hace gala de un excesivo descaro a la hora de acercarse a un grupo de chicas o a una chica, en concreto, que pueden o no corresponderle. He sido testigo de acercamientos en los que el muchacho en cuestión no se ha molestado en hablar o preguntar a la chica si a ella también le apetece enrollarse con él, sino que directamente la ha abordado, tratando de besarla. Si resulta que el deseo es correspondido, estupendo, pero… ¿y si no lo es? Para mí, se convierte en una agresión. Se habla de la existencia de un lenguaje previo de miradas; de que, a menudo, no es necesario hablar, porque la comunicación se lleva a cabo con los ojos… Pero yo me pregunto: ¿si una chica mira a un chico ya le está dando permiso para que la bese? ¿No puede ser, simplemente, que a la chica le llame la atención el chaval y le apetezca, antes que nada, entablar conversación con él?

Hay otra cuestión que pasa más desapercibida porque, en cierto modo, beneficia económicamente a las mujeres. Cuando hace años iba en grupo a este tipo de locales, en muchos de ellos, las mujeres podíamos entrar «gratis», mientras que los varones debían pagar su entrada. En ese momento, todo era fantástico, porque te ahorrabas el dinero, pero, si lo piensas bien, resulta indignante. Porque al permitirnos entrar «gratis», nos estaban tratando de usar como reclamo sexual para incrementar la clientela masculina. Si hicieran lo mismo con los hombres, no me inquietaría, pero no es el caso. Se trata de otro despreciable ejemplo de machismo que pervive en la actualidad. Y mientras contemplemos estas y otras actitudes como «normales», no debería extrañarnos llegar a extremos como la moda actual de los pinchazos, que, por ahora, no parece tener más objetivo que el de inocular el miedo.

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