La Provincia - Diario de Las Palmas

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Venga, circule

Oda a mi ordenador portátil

Mi primer ordenador fue un maquinote negro con torre vertical que sonaba fortísimo de noche mientras yo aporreaba el teclado pam pam pam. Me lo regalaron mis padres a los trece años, creo que costó más de mil euros y no era mío del todo, tenía que compartirlo con mi hermano pequeño. Lo compramos en una tienda de informática que había en Arguineguín. Cuando lo desempaqueté y lo coloqué sobre mi escritorio pensé que aquel sería para siempre uno de los mejores días de mi vida. Hasta aquel entonces yo había escrito siempre semiencogida en un ordenador cualquiera de un ciberlocutorio que había en el centro comercial de Puerto Rico, al lado del restaurante Balcón Canario. Nunca he comido allí. A veces la gente me pregunta por sitios donde comer bien en Puerto Rico y me encojo un poco de hombros, digo: “La verdad, no tengo ni idea”. En ese ciberlocutorio giraba la pantalla del ordenador y mi silla y mi cuerpo entero lo suficiente como para que nadie pudiese ver lo que yo escribía en documentos de Word que guardaba en un disquete floppy y me llevaba conmigo en la mochila como si guardase algo de un valor inconmensurable. Descubrí un día que si iba a “Guardar como” en la página de fanfiction.net podía guardar fanfics enteros en mi disquete (que luego jubilé en favor de un mp3) y llevármelos para leerlos con tranquilidad en mi cuarto. Se abrió el cielo, claro. No tuve Internet hasta los catorce, así que mis idas y venidas al ciberlocutorio se prolongaron en el tiempo hasta que un señor vino a instalarnos el router. De nuevo, pensé que aquel era otro de los mejores días de mi vida: ya no tenía que compartir espacio con señores que intentaban conocer a sus novias rusas por webcam o que apestaban a tabaco y cerveza, yo en mi esquinita conectada a lo único que me interesaba de Internet por aquella época, la web de fanfiction.net, ellos expandiéndose y desparramándose de sus sillas, furiosos de nuevo porque marta_tuxuli_86 era en realidad un tipo de Murcia que pasaba las tardes riéndose de otros tipos en el chat de Terra.

Mi segundo ordenador fue un ordenador portátil de la marca HP que compré tras sopesarlo mucho con el dinero de la beca del Ministerio de Educación y Cultura que en teoría era para pagar mis materiales y mi transporte a la universidad de Las Palmas de Gran Canaria, pero que me fue ingresada en julio, cuando ya no necesitaba los materiales ni el transporte. Todavía tenía el ordenador de sobremesa, pero tras cuatro años comenzaba a renquear y a dar problemas. Intentamos salvarle la vida en dos ocasiones, primero cambiándole el disco duro y luego la tarjeta gráfica, pero cada operación a corazón abierto me salía por un ojo de la cara, que era lo mismo que me costaba un ordenador nuevo. Comencé a sospechar que los fabricantes programaban algo en las tripas de los ordenadores que los empujaba al suicidio pasada la franja de los dos años. A partir de ese momento se apoderaba de ellos algún tipo de estertor de la muerte y comenzaban a decaer: pantallas azules, tomas de red que fallaban, pánico y horror ante apagones repentinos que ponían en peligro una entrega a la que iba muy justa o un trabajo en el que llevaba días.

Pam pam pam en todos los teclados que han pasado por mis manos, los de los ordenadores de sobremesa siempre invitan al golpe con esa robustez y esa forma de sonar. Una se siente más escritora por algún motivo, menos difusa. Después del ordenador portátil de la marca HP llegó otro ordenador portátil de la marca ACER y luego otro de la marca ASUS (cada uno duró tres años, ¿ven? Están hechos para no aguantar nada, como las impresoras, que se descomponen tan solo con mirarlas). Este último tuvo una vida de cuatro años y siete meses exactos. Ya dio problemas al año de comprarlo, pero me negué a adquirir uno nuevo siendo tan reciente su compra: lo llevé a un técnico que tardó más de un mes en devolvérmelo. Durante ese mes me sentí coja, ya no tenía dónde ver series ni dónde escribir. Al tiempo se apagó y juró no volver a encenderse, lo mandé a la UCI donde estuvo quince días. No cejé en mi empeño de recuperar el dinero que invertí en él y hacer que durase lo máximo posible, aunque en el fondo no era tanto eso como el hecho de que aquel era el ordenador en el que estaba escribiendo mi libro y sentía que tenía que terminarlo allí, que no podía abandonarlo. Ayer se apagó para siempre. Ni yo tengo fuerzas para seguir manteniéndolo ni él para seguir aguantándome, supongo. Fue un buen ordenador: soportó mis lágrimas cuando las cosas no salían bien y mis carcajadas de maníaca cuando algo me hacía especial gracia, me acompañó a numerosos sitios y no se quejó cuando le planté una pegatina en la ventanilla de la cámara porque de repente me dio miedo que un hacker ruso me estuviese espiando. Ahora me he comprado uno de la marca esa del demonio cuyo dueño comenzó a construir su imperio en un garaje. Ojalá aguante.

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