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Roberto Gil Hernández

Punto de vista

Roberto Gil Hernández

Cuna del Alma, otra promesa que no será

El turismo es una industria que promete algo que no puede cumplir. Sus esfuerzos se centran en sacar rédito económico de una experiencia de alteridad entre naturales y foráneos que supuestamente ha sido consensuada. Sus narrativas insisten en ello a través de un sinfín de producciones culturales que escenifican bajo demanda la autenticidad de esa interacción. Sin embargo, tal promesa jamás llega a materializarse. Turistas y nativos no participan de forma igualitaria de sus ganancias y sus pérdidas.

Esta recreación controlada de la diferencia entre grupos sociales se ha convertido en una de las actividades más lucrativas de la economía mundial capitalista. Ello es debido a que el turismo trae al presente la mirada que exploradores, soldados, misioneros e inversores proyectaron durante siglos sobre la alteridad que aún representan determinadas minorías, como indígenas, campesinos, migrantes, mujeres, trabajadores, etc. Por eso en la actualidad tales posiciones aún transfieren un acerado antagonismo, a pesar de que hoy todos somos susceptibles de convertirnos en turistas; eso sí, siempre que podamos pagarlo.

Esta es la razón por la que el impacto en Canarias del negocio turístico no se puede separar de los efectos que tiene en el territorio su colonialidad histórica. Como patrón de poder capitalista, la colonialidad estructura su sociedad en torno a criterios raciales, de clase, género, geopolítica y conocimiento sin los que sería imposible explicar cómo se ordena su población. De ahí que no sea solo cuestión de suerte que la inmensa mayoría de los turistas que visitan las Islas procedan de países de rentas altas, así como tampoco es producto del karma que la explotación laboral campe a sus anchas entre sus clases trabajadoras, sobre todo cuando estas se dedican al sector servicios.

La colonialidad también ilustra porqué tantos jóvenes formados aquí tienen que marcharse a países ricos en busca de empleo mientras crece el número de nómadas digitales provenientes de las mismas regiones del Norte. Y aclara, a la vez, por qué el crecimiento demográfico de europeos afincados en el Archipiélago no causa la misma alarma mediática que la llegada de personas de Latinoamérica y, especialmente, del África continental. Como se puede apreciar, la colonialidad orienta las preferencias de las empresas transnacionales y las instituciones públicas de las Islas a la hora de invertir recursos en integrar o excluir a grupos de población.

Así pues, no solo es consecuencia del turismo, sino un rasgo inherente al desarrollo del capitalismo que la mayoría social del Archipiélago se vea afectada por formas de desigualdad que dicha industria tiende a recrear. Envueltas en sus producciones culturales, la legislación se incumple con mayor facilidad, sobre todo en lo relativo a la explotación de sus recursos naturales y fuerza de trabajo, minimizando con ello el sufrimiento de su población mediante la romantización de la precariedad o la puesta en valor de las supuestas bondades de la emigración.

No en vano, también es una constante histórica que esos mismos grupos excluidos se organicen para combatir lo que origina su opresión. Aunque es cierto que tales sucesos no suelen ser recreados por casi ningún touroperador. Por fortuna, en los últimos años la sociedad canaria ha protagonizado numerosos episodios de lucha para mejorar sus condiciones de vida. La situación insostenible de sus sectores populares, empobrecidos al mismo tiempo que se baten récords de ocupación hotelera, ha hecho mella en la fantasía consensual de diferenciación en que se ha sostenido hasta ahora la industria del ocio en las Islas. Y ello ha hecho evidente que la productividad de semejante modelo no es viable sin la injerencia del patrón de poder de la colonialidad, gracias al cual, insisto, las clases trabajadoras del Archipiélago están empezado a tomar conciencia de su situación de desventaja.

Las personas que en Canarias han apoyado las protestas contra este modelo pertenecen en su mayoría a estos grupos excluidos. Casi siempre es gente de las Islas o que ha venido a trabajar a ellas desde países del Sur, y sus batallas por salvar el pinar de Tamadaba, la montaña de Tindaya o la Playa de la Tejita representan, junto a otras demandas de carácter socioeconómico, mucho más que episodios aislados. Son la expresión de un malestar en aumento que exige cambios en un sistema que amenaza con reducir los valores naturales y culturales del Archipiélago a las dimensiones de una atracción turística.

Al poner el cuerpo para hacer visible este disenso que crece, los activistas encadenados a las palas que destruyen el Puertito de Armeñime están exigiendo el lugar que les corresponde y ha sido negado en la mejorable democracia que reina en Canarias. No reparar en sus demandas de mayor soberanía, justicia social y ambiental sería un error irreparable para un gobierno que dice ser el más progresista en la historia.

En definitiva, con la culminación de proyectos como Cuna del Alma está en juego algo más que otra promesa que no será atada a un modelo turístico perfectible, en tanto que impregnado de colonialidad. Nos estamos jugando la redefinición de los límites de cuanto constituye y excede nuestra idea de sociedad.

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