La Provincia - Diario de Las Palmas

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Elizabeth López Caballero

El lápiz de la luna

Elizabeth López Caballero

¿Hasta cuándo?

Tengo dos hermanas: a una le encantaban las fiestas y la otra prefería el calor del hogar. También tengo un hermano fiestero, pero, claro, él es un hombre. Yo soy la más pequeña y tampoco me gustan las fiestas. De niña recuerdo ver a mi hermana y a mi hermano -que se llevan tres años y compartían el mismo grupo de amigos- prepararse los sábados por la noche para ir a donde quiera que se fuera de copas a finales de los noventa. Mientras mi hermana se vestía o se maquillaba, mi madre la perseguía por la casa advirtiéndole de que no aceptara bebidas de desconocidos, de que no perdiera de vista la copa, de que fuera siempre con alguna amiga al baño y de que volviesen a casa todas juntas. En cambio, a mi hermano solo le decía que tuviera «cuidado» con mi hermana. Lo demás no le preocupaba tanto porque sabía que ni una mujer ni un grupo de mujeres intentarían abusar de él. Pero, tampoco le decía: no le eches droga a las chicas en la copa o no te propases con ninguna muchacha, porque mi madre presuponía que esos valores ya los llevaba aprendiditos de casa, como les pasaría a los padres de los de La Manada y a todos los padres de esa gente que sale de casa con una violación individual o en grupo ya pactada. Doy por hecho que los padres de todos esos hombres, porque lo hacen los hombres, que están pinchando a las chicas en las discotecas este verano, pensarán que sus hijos llevan esa lección más que estudiada del buen hacer de sus hogares. Bueno, ¿entonces por qué pasa lo que está pasando? Algo no va bien si la retahíla que se le echa a una chica en el dos mil veintidós sigue siendo la misma que a finales de los noventa, mientras los muchachos salen sin responsabilidad alguna ni consigo ni con los otros. A lo mejor deberíamos cambiar el foco. Perseguir a nuestros hijos mientras se ponen guapos y explicarles lo que no deben hacer: no drogar a una mujer para violarla, no aprovecharse de una mujer cuando está ebria, no formar parte de manadas. En resumen, no ver a la mujer únicamente como un fin último de su placer sexual con o sin consentimiento de ella. Porque al final todo se reduce a eso: a ser un vehículo con el que saciar su ansia animal queramos o no. Por las buenas o por las malas. Conscientes o inconscientes. Cuando era pequeña y escuchaba a mi madre advertir a mi hermana sobre los peligros de la «noche» (pobre mujer, creía que el peligro era la «noche» y no el hombre) entendí que debía vivir siempre en alerta y que a menudo estaría en riesgo de que me pasara algo de eso que mi madre repetía con temblor en la voz. Y lo peor de todo es que también crecí sabiendo que si algo de eso me pasaba sería por mi culpa: por haber perdido la copa de vista, por haber ido sola al baño, o por regresar a casa sin mis amigas. El otro día en las noticias aparecía el siguiente titular: «Miedo y preocupación por la ola de pinchazos en las discotecas de España». También hablaban de que muchos Ayuntamientos habían activado protocolos ante esta situación y habían aumentado la seguridad en los espacios de ocio nocturno. Ah, menos en Madrid, porque Ayuso no lo vio necesario (…). ¿No se activan protocolos y se dobla la seguridad ante posibles ataques terroristas? Entonces, ¿no estaremos viviendo una ola de terrorismo sexual? Euskadi se ha convertido en la primera comunidad que perseguirá estos pinchazos como delitos de odio, porque no solo hablamos de la lesión y de sus consecuencias (violación, robo, transmisión del VIH), sino de una forma de atemorizarnos, de echarnos de los espacios públicos y de dejar claro quién tiene el poder.  

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