Canarias no puede seguir estirando el chicle. Porque el chicle es el propio país. El chicle –disculpen ustedes –somos nosotros y ese entusiasmo por nuestra agonía propagado incluso institucionalmente – la insistencia de coronar el éxito a través del suicidio – debe terminar de una vez. Las señales se repiten. Que los residentes en La Graciosa se queden sin agua potable como resultado de la negligencia técnica y de los centenares de miles de bípedos que visitan la islita cada año es un escándalo social pero también una metáfora que expresa que estamos llegado al límite y que hablar de riesgo de colapso –aguijoneado por una superpoblación creciente compatible con el rápido envejecimiento de la población isleña-- de no es una exageración grotesca. En un cuarto de siglo han transformado La Graciosa es un vertedero de guiris oligofrénicos y canarios noveleros, un territorio masificado y agobiante durante nueve meses al año donde no rige ninguna normativa legal, un far west paradisiaco donde –por poner un ejemplo – el restaurante más popular carece de una carta de productos y precios y si protestas un jabalí te embiste hasta echarte a la calle. La Graciosa no solo es una isla sobrexplotada: padece unos servicios públicos muy frágiles y una oferta turística espeluznante. En un país civilizado hace mucho tiempo se hubieran tomado medidas. Una limitación razonable pero tajante a la entrada de visitantes entre ellas. Aquí no. Aquí se hace caso omiso para seguir haciendo caja hasta que nos ahogue nuestra propia mierda y la de los turistas. La diferencia: ellos tienen a donde regresar y nosotros no.
No se trata de turismofobia. El turismo es y debe seguir siendo un motor económico en Canarias. El mercado turístico debe ser intervenido y regulado a favor de una oferta selecta para unos visitantes que dejen más recursos en una evolución decreciente mientras se mejoran las condiciones (fiscalidad, normativa, infraestructuras materiales y de conocimiento, recursos financieros: todas las potencialidades que ofrece el REF) para la diversificación económica potenciando la producción agrícola y el autoconsumo. Muy poco de esto ha materializado el actual Gobierno autonómico, que ha reducido su política económica al subvencionismo, su política fiscal al continuismo ligeramente maquillado en circunstancias dramáticamente distintas y su política social al asistencialismo. Poner en marcha un cambio real en Canarias que impida o al menos dificulte en los próximos veinte años que acabemos en una vía muerta en el nuevo mapa de la división internacional del trabajo, paralizado el proceso de globalización y con una situación geoestratégica cambiante y peligrosa es una tarea sumamente difícil y compleja y que exige política, parlamentaria y socialmente amplias mayores transversales y no sumatorios bajo una excusa ideológica y con un repugnante pago en especie –consejerías, empresas públicas, contrataciones-- a minorías como la Agrupación Socialista Gomera. Tanta turra con la reforma electoral y la conformación de una mayoría gubernamental u otra, en junio de 2019, estuvo en manos de un individuo, Casimiro Curbelo. Es una anomalía democrática y cabe esperar que el próximo año desaparezca.
Por supuesto que caben razones para un escepticismo abrumador. Porque transformar Canarias – una economía más sólida, dinámica y diversificada, unos ecosistemas protegidos, una administración más rápida, operativa y profesionalizada, una defensa prioritaria de sus intereses ante Madrid y Bruselas – significa igualmente afectar a un entramado empresarial y sindical dedicado a la defensa de sus rentas de situación y que explica que alguien pueda ser consejero de Economía y luego presidente de la CEOE y después presidente del Consejo Económico y Social de Canarias. ¿Capisci? Si el Gobierno canario es la empresa más potente de la región y el mayor asignador de recursos tal vez ya es hora de activarlo para extirpar algunos cánceres internos.