He vuelto este año a la feria de Málaga. La primera y única vez, hasta ahora, fue en 2014, con unas amigas que hace mucho dejaron de serlo. Una de ellas me hizo recorrerme media ciudad, en plenas fiestas, para cenar en un restaurante perteneciente a una cadena de comida americana que también existe en Madrid, la ciudad donde ambas residimos. Mientras las demás se divertían con bocatas y raciones en la feria, yo me vi en aquella intempestiva hamburguesería, lejos del jolgorio; sintiéndome, eso sí, una buena amiga. Es probable que a estas alturas de mi vida ya no hubiera sido tan solícita, sobre todo sabiendo lo que más tarde podía esperar de esta chica… ¡Ay, la amistad…!
El caso es que, después de la cena, nos fuimos al Real, donde se celebra la «feria de noche». Alcohol, casetas, alcohol, atracciones… ¿He mencionado ya el alcohol? Yo no bebí mucho, porque recuerdo que, aunque regresamos al apartamento a las seis de la mañana, a las diez ya andaba de turismo por la ciudad, mientras mis amigas dormían. No me hubiera perdonado ir a Málaga sin pasar por las casas natales de los poetas Emilio Prados y Manuel Altolaguirre o conocer la Imprenta Sur, un lugar histórico y fundamental para la Generación del 27. Pepe Andrade, el impresor, fue amabilísimo conmigo y, además de hacerme una visita guiada, me regaló dos libros preciosos editados allí. Y este es el mejor recuerdo que me llevé de mi primera visita a Málaga.
La segunda ha sido en un plan mucho más tranquilo, contemplando a los «fiesteros» desde el otro lado del cristal. Recordando que una vez yo estuve allí, con ocho años menos y una concepción bastante más amable de la vida. Estos días, he estado en la feria «de día» y en la «de noche», pero más como observadora que como participante. Tiene su punto interesante, el de observadora, porque la memoria anota todo de una forma más precisa, más analítica, y lo trata de conectar con el pasado, dejando aflorar, en ocasiones, oleadas de nostalgia. Vi los puestos de flores en la calle Larios y a la gente con los vasitos fucsias de Cartojal, ese vino dulzón que te empieza a convencer al tercer trago, y el suelo pegajoso y la música callejera. Vi a un adolescente conseguir un peluche a su novia tras acertar tres dardos y recordé cuando mi padre me consiguió uno a mí en otra feria; casetas llenas con reguetón de comienzos de siglo que me traía imágenes de mi primera juventud, y otro más contemporáneo que me resultó totalmente ajeno. Vi «canis» que habían sobrepasado el umbral de los cuarenta y revoloteaban entre las veinteañeras como hienas hambrientas; muchas despedidas de soltero, más o menos horteras. Bailes, risas, música…
Me encantan las fiestas de verano. San Juan y sus hogueras, en Barcelona, con toda la magia que envuelve la noche más corta del año. La Virgen de agosto, en Madrid, con sus conciertos y sus bocatas de panceta en las Vistillas. Con sus chotis y su concurso de pasodobles. Las de la Semana Grande de Bilbao, que conocí hace ya unos cuantos años, de la mano de unos buenos amigos que nos llevaron a ver a La Pegatina en directo y nos hicieron descubrir las bondades –y maldades– del pacharán. ¡Qué gente tan entrañable, los bilbaínos! Las de Almería, que nos encontramos casi por casualidad un agosto, volviendo de visitar el Cabo de Gata, o las de la Virgen del Carmen, en Santa Cruz de Tenerife, cuando el mar se cubrió de embarcaciones engalanadas y yo era una ingenua adolescente. Dicen que las fiestas, en Canarias, están perfumadas de una alegría especial, más húmeda que en la Península. Y pensar que aún tengo pendiente conocer las de Las Palmas…
El verano constituye un mundo independiente del resto del año, como un oasis o un palacio encantado. Es un hechizo que termina cuando el crepúsculo vuelve a adelantarse, invadiendo los antiguos dominios de la luz. Todos somos más felices en verano, por mucho que a veces nos empeñemos en negarlo –ay, el calor…–, y las fiestas de estos meses son una expresión de esa felicidad tan espontánea e inexplicable. A mí, que jamás he sido especialmente juerguista, me gusta conocerlas, vivirlas, aunque sea desde el papel de observadora; quizás aún más desde ese papel. Cualquier fiesta implica adornar la realidad durante unos días, iluminarnos, apartar la rutina. En las de verano, esta sensación se potencia a su máxima expresión. Quizá porque el propio verano es una fiesta, como aquel París que narraba Hemingway, como la infancia en mitad de una vida. Se esfuma en un suspiro. Y al terminar la fiesta o el verano, la luz siempre tiene un deje insoportable de melancolía.