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Manuel Wood Wood

Reflexión

Manuel Wood Wood

La frustración del profesorado

Ayer me crucé con María. Una profesional de la enseñanza como la copa de un pino. Traté con ella en mi periodo de coordinación entre Universidad y EEMM. Entusiasta, colaboradora y enamorada de su trabajo; así la conocí.

Ayer, a finales de agosto, fecha en que los sueños vacacionales de los profesores comienzan a disiparse y procede mentalizarse ante la avalancha que se avecina, María se descolgó con una frase que, dadas las fechas, me resultó de lo mas inesperado: “estoy deseando que empiece el curso”.

Qué bueno que no ha perdido su pasión por la enseñanza, pensé. Y a continuación, haciendo gala de su singular sonrisa, me lanzó: “es que me jubilo en diciembre y no veo la hora”. Los comentarios posteriores se me antojaron desconcertantes y me llevaron a hacerme algunas reflexiones y preguntas:

¿Qué induce al profesorado al abandono temprano de su profesión? ¿Por qué se desvanece tan pronto la ilusión y el empuje de los primeros años? Por supuesto que me refiero a los maestros y profesores realmente vocacionales, porque frustrados e ineptos para la profesión los hay como en todos los trabajos y ocupaciones.

La expresión y el tono patético con que dijo, “estoy harta”, fue aún mayor que el del consabido concepto tan actual y tan propio de esa profesión como es el cansancio emocional; para mi que se trataba de hartazgo emocional.

En la actualidad, la capacidad afectiva de quienes enseñan está sujeta a tantas tensiones que difícilmente pueden desempeñar su tarea docente con posibilidades de éxito. El cambio social y el cambio continuo de sistema educativo llegan a producir un estrés insoportable hasta el punto de conducir al enseñante hacia lo que se llama el síndrome del quemado.

El profesor llega a perder interés por su trabajo, ya que sus esfuerzos parecen inútiles, máxime cuando, con frecuencia, el amparo o el respaldo de las autoridades académicas y de los propios padres es nulo e incluso, en ocasiones, negativo. Así, con el paso de los años aparece la baja autoestima, el escaso rendimiento, la falta de compromiso y, cada vez mas, el absentismo forzado.

A mi entender, la escasa consideración social del profesor, la insuficiente autoridad que le concede la ley, la excesiva burocracia, la abrumadora carga de trabajo, la falta de recursos para llevarlo a cabo, y la cada vez mas difícil gestión del aula son causas mas que suficientes para quemar a cualquier docente. A esto es necesario añadir el vertiginoso cambio social que obliga al profesorado a llevar a cabo unas tareas que van mas allá de los cometidos para los que fue formado.

La nueva identidad profesional que se le exige conlleva nuevas aptitudes, conocimientos y competencias. Hemos pasado del profesor instructor al profesor educador integral. Esto necesariamente conlleva habilidades y estrategias para atender a las necesidades individuales y grupales, a la diversidad étnica y social, a las relaciones tanto familiares como de aula, así como habilidades para fomentar nuevas destrezas cognitivas, sociales y personales. Tal vez, ¿demasiadas tareas para una sola profesión?

Si a todo esto añadimos la necesidad de actualizarse en el terreno de las nuevas tecnologías, no es de extrañar que, sin la preparación necesaria, se opte por abandonar la docencia cuanto antes.

Si se pretende encontrar una salida a este panorama tan desalentador, es necesario un pacto de estado que evite que en cada legislatura se cambie o bien la ley, o sus directrices. Por otro lado, los actores implicados en el sistema educativo, esto es, autoridades académicas, profesorado, padres y la sociedad en general deben trabajar conjuntamente asumiendo la responsabilidad que a cada cual le corresponde.

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