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Antonio Perdomo Betancor

Javier Marías, en la memoria

Mi idea mental de Javier Marías, requiescat in pace, se corresponde con la de aquella que ha dejado en su novelística. Sus columnas son un diario de costumbres y vicios de España, aunque esta distinción la hago por hacer graciosamente una distinción. Su obra, no me cabe duda, ha sido y es una proeza literaria. Merecía el premio Nobel de literatura, Borges también. Lo menciono porque estos dos escritores lo merecieron, mas sabemos que el camino del premio Nobel es incierto. La hermosura de sus personajes de ficción y la coherencia de sus narraciones son, desde mi entender, superadas por su talento sintáctico. No ha habido un escritor con ese genio sintáctico como Javier Marías, en los últimos cincuenta años.

 Lo echaba de menos últimamente en su columna dominical. También me extrañaba que no lo hubieran expulsado de la casa editora en la que le publicaban. Describía aspectos de la realidad política y literaria, como un náufrago lanza botellas al océano con la improbable esperanza de un destinatario, desde su isla, distante de la fanfarria y el fárrago indigeribles, más propias de una feria y tamborradas. 

 Canarias queda demasiado lejos de Madrid donde residía, por lo cual que, y porque me apartado hace tiempo de las capillitas del cotilleo literario, desconocía que estuviera enfermo. Podía detenerme en páginas de texto suyo como «Negra espalda del tiempo» que, pese a su sintaxis de orfebre, parecían sencillas como sólo el mejor español de los últimos cincuentas años puede lograr. Acaso otro escritor tuvo esa capacidad de hacer lo difícil tan naturalmente fácil. No es otro que José Saramago, en «El evangelio según Jesucristo» hizo gala de esa magia de la que hablamos. Por cierto, no recuerdo el porqué de la condena del papal a esa obra, por mi cuenta y riesgo pienso que fue debido probablemente a sus seculares reflejos dogmáticos, antes que por motivos espirituales, los cuales tics han acompañado a la Iglesia en el tiempo desde su fundación paulina. La Iglesia gestiona su propio reino, la Iglesia, a pesar del tiempo de secularización, prosigue la edición doctrinal de una teología política raramente inspirada.

 Por azar comenzó mi lectura de toda la obra de José Saramago, con «Manual de escritura y Caligrafía», por casualidad, y supe ya en esa temprana obra que era un escritor descomunal, con Javier Marías me ocurrió lo propio, con «Corazón tan blanco». En la obra de Javier Marías nada sobra, podría comprender las obras de Javier Marías por su propia concepción como una cinta de Moebius. 

Acaso lo que sabemos de los fenómenos literarios como del mundo de las cosas, de la imagen pública de las personas, son, sólo eso, un objeto mental, que, a su vez, es una creación única de la interacción entre la obra y el lector. No hay dos lectores iguales. Tampoco dos imágenes de Javier Marías literarias. Simplemente la imagen literaria de Javier Marías no existe, la que verdaderamente existe en el mundo es la imagen propia que cada lector concibe, y forja y guarda en su mente.  Probablemente hay tantas imágenes literarias de Javier Marías como lectores.  Por supuesto la imagen que guardo es la que me he creado de sus textos, que son deducciones y atomizaciones de micro-fenómenos que recreo mientras persigo con la mente los renglones sin fin de sus libros.

Su imagen british ofrecía el aspecto que ciertos nobles ingleses de época brindaban. Su paso por las aulas oxonienses dejó probablemente su huella, el canon estético que su imagen pública reproducía después. La de una ropa que usaba, antes de ser vestirlas por el señor, como en la tradición, por su jardinero, o criado, con el fin de desgastar el apresto propio de la ropa de hilandería. Para luego vestirla con desgaire, casual, dicen ahora, lo cual que le otorgaba un aire distraído de alguien que, de pronto, desde un estado abismado, deja momentáneamente su escritorio para atender un deber inexcusable. Requiescat in pace, Javier Marías.

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