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Javier Durán

Reseteando

Javier Durán

Carlos III da la puntilla a las estilográficas

Si había alguna esperanza para la supervivencia de las viejas papelerías y sus escaparates con plumas estilográficas, Carlos III la ha asesinado. El monarca chinchoso, como lo llaman ya, ha hundido esos objetos de culto que daban relumbre social y lustre a un acontecimiento, o que vivirían de esa leyenda. En dos firmas de su reinado se le ha visto asquerosamente enfadado por culpa de la bandeja de la pluma, algo que dejó traslucir con un rictus labial de perro rabioso convaleciente de una vacuna y con el meneo despreciativo de una mano amenazante para el servicio, en cuanto al primer incidente. En el segundo, nada menos que en Irlanda, exhibió su picazón contra las estilográficas con la queja por un escape de tinta que le manchó sus dedos inmaculados. Camila de Cornualles hizo un comentario de desesperación: como si supiese de siempre que él y «estos artilugios» tienen una difícil conciliación. No me lo imagino por nada del mundo haciendo uso de la firma digital. Las estilográficas, los bolígrafos, los lápices, las libretas Moleskine, las agendas, las gomas de borrar, las grapadoras, las perforadoras, los archivadores, las tijeras, las cartulinas... Un aparataje retro que descansa en el fondo de librerías y que va mucho más allá del bloc escolar o el material para las manualidades. Entre esa existencia cubierta de polvo están las estilográficas que tanto amargan al monarca británico, símbolos neurálgicos cuando han sido utilizadas para firmar un acuerdo de paz o una compraventa que cambia la vida de los que dan fe. He visto colecciones de ellas, ediciones exclusivas, que atesoran personas que en su vida han tecleado un ordenador y que las manejan igual que si fuese un florete en un campeonato de esgrima, con una letra artística que se desliza con vida propia por el papel. Una destreza que deja boquiabiertos a los que ya no podemos escribir de forma legible, una vez que la caligrafía se ha perdido entre las tinieblas del analógico. Carlos III, al final, no deja de ser un obseso que quiere sus plumas y tinteros en perfecto orden de revista, sin escapes. Un ser irritante.

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