La Provincia - Diario de Las Palmas

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El lápiz de la luna

Gracias, mamá

Mi madre se quedó viuda el veintinueve de mayo de mil novecientos noventa y cinco con cuarenta y cinco años. Mi madre se quedó viuda con cuatro hijos menores de edad a los que alimentar y consolar, ya que también se habían quedado huérfanos de padre. Lloró mucho mi madre. Lloró por la muerte de mi padre y también un poco por lo que había muerto en ella con la partida de él. Mi madre se quedó huérfana de madre (de padre hacía ya mucho que se había quedado) el cuatro de julio de mil novecientos noventa y seis. Lloró mucho también, pero no en exceso porque cuatro hijos se habían quedado sin su abuela y debía consolarlos.

La abuela con la que pasábamos los veranos y las navidades. La abuela del arroz con leche, la de los chistes verdes y la del telediario a las dos en la Primera. Ahora, con el paso del tiempo, tengo la sensación de que mi madre siempre ha tenido que llorar a medias para permitir que los demás lloren del todo. Mi madre, además, era muy mandona. No quería que hiciéramos esto, no queríamos que fuéramos lo otro, todo aquello que se escapara a su control, en resumen; porque, claro, el mundo es muy oscuro, las amistades son muy peligrosas y las decisiones en la juventud son tan inadecuadas como resbaladizas y ella quería que fuéramos gente de bien. He de decir que mis hermanos y yo fuimos un poco ingratos, tanto con su angustia como con nuestro anhelo de libertad.

Ahora, desde la mujer que soy, miro atrás y creo, es más, estoy totalmente segura de que no sería ni la mitad de lo que soy sin la severidad de su educación. En ocasiones me preguntan cómo hago para ser capaz de hacer todo lo que hago: mis trabajos -a veces desdoblados-, mis novelas, la columna de los miércoles que ahora leen, la radio… Y yo casi siempre digo «No sé; y prefiero no descubrirlo por si se rompe la magia». Pero la verdad es que sí que lo sé. Y tanto que lo sé. Se llama disciplina y me la enseñó mi madre con su obsesión por que fuéramos gente de bien. Recuerdo que cuando era adolescente estuve tentada a todo tipo de vicios y de malas decisiones, y recuerdo también que antes de decir sí o no, la cara de mi madre aparecía delante de mí con ese gesto tan suyo: ojos entornados, labios fruncidos, barbilla levantada y un mensaje velado que venía a decir «Atrévete».

Obviamente, después de esa imagen tan gráfica que les he descrito, a ver quién era la valiente que se atrevía. Pero gracias también a esa imagen tan gráfica estoy ahora plantada detrás de un ordenador dándole forma a un montón de ideas. A un montón de emociones atropelladas deseosas de salir a la luz en ese periódico que su marido (mi padre) compraba todos los días y se sentaba a leer en su sillón favorito, al lado del tallero que construyó con sus propias manos mientras se bebía el buchito de café que ella, enamorada, le servía. No sé si he llegado a ser «gente de bien», pero lo que quiera que he terminado siendo se lo debo a ella, a Paquita Caballero, mi madre.

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