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Marina Casado

Un carrusel vacío

Marina Casado

Surrealismo

Hace unos días, desperté con el corazón acelerado. Eran las cuatro y algo de la mañana. Acababa de tener una pesadilla que bien podría inspirar una película de terror. Me encontraba en una piscina apacible y solitaria, rodeada de columnas y coronada por un cielo amarillento. Junto a mí, un maniquí que parecía sacado de una obra de Giorgio de Chirico me miraba con su rostro sin ojos. Estaba sentado en el borde de la piscina, con las piernas sumergidas parcialmente en el agua. Me hizo una seña y yo, por alguna extraña razón que desconozco, pude interpretar su mensaje: “Mañana voy a ir a por ti”. Puesto que, a falta de boca, el maniquí no podía hablar, creí conveniente asegurarme de con quién estaba tratando. Le dije: “Si eres la Muerte, levanta el brazo derecho; si eres la Vida, el izquierdo”. Levantó el derecho sin apenas meditarlo y un sombrío presentimiento se cernió sobre mí. Tal vez, al decir “mañana”, se hubiera referido a un mañana metafórico. Porque todos seremos pasto de la muerte, pero no de forma tan prematura. Centrándome en ese pensamiento, volví a preguntarle: “Pero todavía me queda bastante tiempo, ¿verdad?”. El maniquí negó con la cabeza. El latido desbocado de mi corazón me hizo recuperar la consciencia.

El día siguiente lo pasé envuelta en una oscura inquietud. Un sentimiento ridículo, en cierto sentido, porque yo nunca he sido supersticiosa. Pero la imagen del maniquí alzando el brazo derecho cobraba forma una y otra vez en mi memoria. De camino al trabajo, en coche, tomé más precauciones de las habituales y, por una vez en mucho tiempo, tuve ganas de que el día llegara a su fin. Esa misma noche, regresé en sueños a la piscina donde el maniquí había vaticinado mi muerte, pero en esta ocasión me encontraba sola. Contemplaba con placidez el horizonte y entonces vi un elefante alado emprendiendo el vuelo. Sobre él iba montado un cisne blanco que también tenía las alas desplegadas.

No he sabido interpretar esa nueva imagen, aunque seguramente en mi cerebro tenga un sentido muy sólido. Creo que podría incorporarse sin problema a cualquier cuadro de Salvador Dalí. Precisamente, fueron los sueños de Dalí y los de su amigo Luis Buñuel la base de uno de los cortometrajes más famosos de la historia del cine: Un perro andaluz (1929). La obra se compone de escenas oníricas encadenadas; algunas de ellas especialmente perturbadoras, como aquella en la que un hombre –el propio Buñuel– corta el ojo de una mujer con una navaja, mientras, en el cielo, una delgada nube corta en dos la luna llena. Hay manos amputadas y otras agujereadas, de las que salen hormigas; muertes extrañas, curas atados a un piano…

Siempre me ha atraído el Surrealismo. Hay algo magnético en la idea de bucear en la psique de una persona y crear mundos a la medida de sus sueños. O de sus pesadillas. Siempre recordamos más las pesadillas, quizá porque nos impresionan más hondamente. El Surrealismo se nutrió del psicoanálisis de Freud y creo que puede considerarse su mejor aportación, porque hoy ya nadie se toma en serio al célebre neurólogo austríaco; fue sustituido por quien en un principio podía considerarse su discípulo: Carl Jung. Pero Freud sembró la semilla del Surrealismo, la semilla que en la década de los veinte regó André Breton, un poeta surgido de los anárquicos círculos dadaístas que decidió que eso de destruir las convenciones sociales no le bastaba: necesitaba crear un dogma al que acogerse, sobre el que fundar un movimiento ordenado. Y es que, paradójicamente, la supuesta libertad del Surrealismo estaba muy controlada por Breton, el “Papa del Surrealismo”, que organizó sus ideas en un Primer Manifiesto y, si alguien no lo seguía, era expulsado del movimiento.

Luis Cernuda escribió en sus ensayos de crítica literaria que el Surrealismo es un asunto mucho más serio de lo que parece, alejado del jugueteo del resto de vanguardias. Los poetas surrealistas, dice Cernuda, estaban comprometidos en cuerpo y alma, haciendo de la vida y la literatura una misma cosa, llegando al extremo del suicidio, como es el caso de Jacques Rigaut o René Crevel.

Finalmente, el Surrealismo es la única vanguardia de los años veinte que sobrevive en el arte; quizá porque nadie ha dejado de soñar y son los sueños –las pesadillas– la principal fuente de inspiración del movimiento. Como el intrigante maniquí de cuyo vaticinio llevo librándome unos días, por fortuna. Creo que su destino será regalarme una escena de terror para mi próxima novela. Eso me lleva a pensar que, como soñadores, todos somos surrealistas a nuestra manera.

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