La Provincia - Diario de Las Palmas

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Myriam Z. Albéniz

Desde la sala

Myriam Z. Albéniz

A vueltas con la edad

Mucho se está hablando en los últimos tiempos del edadismo, forma de discriminación social por cuestión de edad que afecta a un gran número de personas mayores. Una de sus derivadas más extendidas es el uso inadecuado del lenguaje, ya que las palabras que utilizamos proceden, como es obvio, de nuestros pensamientos, sentimientos, estereotipos y prejuicios. Personalmente, llevo años dedicada a defender las innumerables virtudes de la denominada Tercera Edad, consciente de todo cuanto sus integrantes pueden aportar a la sociedad. Por ello creo que es preciso combatir este fenómeno y subrayar el incuestionable valor de este colectivo.

No obstante, y en otro orden de cosas, no es menos cierto que vivimos tiempos de confusión. El aumento de la esperanza de vida, unido a los avances de la estética y a los cambios de arquetipos culturales, han dado lugar a una colectividad sobrevenida formada por una suerte de raza que comenzó a ser conocida hace casi una década con el nombre de «amortales». Se denomina de esta manera a los seres que se caracterizan por mantener un tipo de actividades y de patrones de consumo prácticamente idénticos desde la adolescencia hasta el final de sus días. Resulta chocante comprobar que determinados modelos de ocio como, por ejemplo, el botellón, cuentan entre sus adeptos a individuos que ha alcanzado con creces la treintena y que, sucesivas crisis económicas mediante, todavía permanecen en el domicilio paterno. 

Asimismo, tampoco es infrecuente observar a representantes de la cuarentena que en sus ratos libres vive una especie de segunda adolescencia pegados a la videoconsola de turno. Los cincuenta años de ahora equivalen a los treinta de hace décadas y las denominadas «madres de último minuto» aumentan exponencialmente, trayendo a este mundo a unos bebés que, por edad, muy bien podrían ser sus nietos y no sus hijos. En torno a la sesentena, y coincidiendo con la etapa de la jubilación laboral, proliferan los asistentes que invaden los gimnasios, a la par que reivindican una intensa actividad intelectual. La ancianidad tampoco se inicia a los setenta, ni siquiera a los ochenta. Si acaso, a los noventa y, a veces, ni entonces.

Esta realidad actual, además, nos abre los ojos a un reciente y variopinto catálogo humano, que incluye desde las preadolescentes que exhiben el erotismo de una mujer, hasta las madres de jovencitas que pugnan por imitar a estas, sin olvidar a los recién incorporados «adultescentes», esa banda ancha que se extiende entre los veinte y los cuarenta largos. A ojos vista, resulta innegable que las edades humanas se han trastocado con respecto a las anteriores generaciones. Mientras la infancia está reduciéndose a marchas forzadas, ingenuidad incluida, un notable sector de la población instalado cronológicamente en la madurez no está por la labor de abandonar su País de Nunca Jamás, aunque para ello recurra con frecuencia a los cirujanos plásticos, incluso a riesgo de quedar irreconocible (sirva como ejemplo la radical transformación de modelos, actores o actrices como Renée Zellweger, cuyo aspecto actual no recuerda ni por asomo a Bridget Jones o Roxie Hart, por citar dos de sus personajes cinematográficos más celebrados).

Al margen del respeto que estos «Peter Panes» merecen, se comparta o no su opción, cabe preguntarse si, proscrita ya aquella regla de urbanidad que nos obligaba a comportarnos en función de los años que exhibía nuestro carnet de identidad, esta era tecnológica en la que nos hallamos inmersos nos ayudará a conciliar cuerpos y almas. Dada la deriva, yo lo dudo, habida cuenta de que observo con preocupación esta irrefrenable tendencia de otorgar a la juventud y a la belleza una importancia desmesurada en detrimento de un equilibrio interior más adecuado que, a diferencia de aquellas, no está sometido a una fecha de caducidad y tiene mucho más que ver con la sabiduría y la experiencia adquiridas durante el transcurso del tiempo.

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