Cuando el Grupo Prisa de Polanco compró la Ser estaba dentro El Loco de la Colina. Era, en la época en que las noches empezaban antes de la una de la madrugada, una presencia insustituible en el dial, como lo habían sido, en la misma emisora, y en otro tiempo, Pepe Iglesias El Zorro o el Ustedes son Formidables de Alberto Oliveras. Los que amamos la radio fuimos de un lado al otro de esos enormes personajes como si un aliento divino nos ayudara a tener siempre, a esas horas, ocasiones para ser felices (o recompensados) con ocurrencias o voces que ahora, ay, son materia de nostalgia, un modo de celebración que incluye, como en este caso, las honras fúnebres.

Pues en aquel tiempo El Loco, que había venido de Radio Nacional en una época feliz de la emisora de todos, era el más cuerdo y potente de los radiofonistas, pero, como es natural, irritaba a alguna gente, o a muchos, de mis compañeros en el diario El País, que vivíamos esa compra y su futuro, además de los profesionales que venían con la transacción empresarial, como si nosotros mismos hubiéramos comprado la Ser.

Lo cierto es que, habiendo escuchado esas francachelas, Augusto Delkáder, que en seguida sería quien le diera a la Ser su sentido y su ser, decidió salir del mutismo con el que recorría cada uno de los espacios de la redacción y dijo, simplemente: “Es El Loco, pero es nuestro Loco”.

Era una virtud de Delkáder (la sigue teniendo, y ojalá que por muchísimos años) la de decir, para titular la primera y para poner en su sitio que pudiera ser la nebulosa, lo más justo que se puede acerca de un asunto complejo. No escuché luego más quejas acerca de las ocurrencias eficaces, y geniales, de Jesús Quintero; al contrario, lo vimos subiendo como la espuma en los rankings, hasta que llegó a ser una estrella en su propio firmamento. Aquel Loco Jesús Quintero de Radio Nacional, que nació en los segundos o terceros veranos de los 80, fue de todos modos mi Loco, pues todos los radioyentes de la época, y de después, tuvimos cada uno la voz que nos fuera mejor, y mi voz era de la Jesús. 

Aquellas excursiones por España, subido a una caravana de sonidos, hicieron de Jesús Quintero un símbolo de un país que se quería distinto y que habitaba entonces en todos los sitios donde aquel radiofonista de voz abundante e imperiosa quisiera poner su mirada y su pluma. Porque parecía una radio escrita, es decir, escrita como poesía; la geografía a la que él nos acostumbró, radiofónicamente hablando, era de calidad. Su discurso semanal era serio, no era una coña lo que nos decía aquel al que luego llamaron Loco por razones que ya están en la historia. Pero no era un loco, ni mucho menos, era un hombre cuerdo que puso a hablar como Dios manda a una radio que, hasta que se murió Franco, parecía para siempre heredera del parte de las nueve de la noche (las ocho en Canarias).

Fue, repito, mi loco. Luego vendría el Loco de la televisión, de las grandes exclusivas, en boca, por cierto, de otros locos tristes, de encarcelados que fueron muy famosos por sus vidas rotas, y él se convirtió en un servidor periodístico de sus historias. Él se creyó, y le llevaron a creer, que ese periodismo peinaba de limpio las madrugadas, que el país estaba para esas conversaciones que también incluían seres humanos abrazados por la desgracia. Poco a poco, El Loco acogió pues a bandoleros y a locos verdaderamente locos, y él se convirtió en un periodista ya con las hechuras de un hombre mezcla de corazón y de despellejamiento.

Pero era nuestro loco. Nunca dejé de quererlo. Un día contratamos con él, es decir, apalabramos, ser eco en El País de una serie que dedicó a presos de aquel tiempo. Fuimos publicando sus entrevistas, hasta que un día teníamos que dar a la estampa la que más repercusión tendría, pero Jesús Quintero, que tenía más fama que cualquiera en ese momento de entrevistadores, desapareció del mapa, quizá escondido de su propia fama en el amor geográfico de su vida, Los Caños de Meca, así que el director de entonces, Jesús Ceberio, decretó que buscáramos otras del montón que nos había dispuesto, y terminamos aquella serie muy lánguidamente. Meses después me llamó Quintero, otra vez el loco, para ofrecerme esa misma entrevista que, según me decía, “no ha tenido nadie”.

Siempre le quise. Dos anécdotas finales. En una de aquellas ferias del libro de Madrid en que él iba con la fama por encima de sus hermosos abrigos coincidí con él y me puse a su lado; le acompañé un buen rato, pero él nunca miró a los lados, iba fijo hacia donde alguien le esperaba para firmar su rúbrica de la fama. Ya en los momentos en que la enfermedad era un asunto que no podía dejarse a un lado, Jesús Quintero, el fabuloso hombre de las noches, de todas las noches y en todas partes, me llamó para ofrecerme una entrevista. Una entrevista que él se haría para prensa y que se haría a sí mismo. Luego ya no dijo nada, y ahora su muerte es la última que ha dicho algo tremendo, terminal, sobre el destino de un hombre al que era imposible no admirar, por haber puesto otra radio en el mapa, y sobre todo por haber revindicado que la locura es parte integrante, y a veces la más grande, de la belleza que te tiene despierto por las noches.