La Provincia - Diario de Las Palmas

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Juan Francisco Martín del Castillo

Perder el miedo

Poco a poco, se van consiguiendo las cosas. La socialdemocracia, la izquierda en general, está de capa caída por la mayor parte de Europa, y a España le restan meses para ver su declive definitivo, pero con lo que no se ha logrado acabar por el momento es con la sensación de que, si piensas o actúas de un modo distinto al proyectado por la ideología progre, pasas a ser directamente carne de cañón, una miserable víctima del fanatismo o la carencia de luces en el juicio. Por desgracia, esta ha sido la imagen que ha calado en el conjunto de la sociedad, promovida además por los medios informativos, tanto los de la prensa escrita como por los audiovisuales.

Escasas son las fechas en que los diarios más importantes, como El País, incluían, en algún que otro número, densos artículos con el único fin de humillar -lo siento, no hay palabra alternativa- a aquellos cuyo planteamiento político no fuera el de un progresismo de manual. Un auténtico despropósito que, contrariamente, contó con el beneplácito general, repitiéndose la maniobra por otras cabeceras nacionales. Por ejemplo, un ejemplar de La Provincia de este mismo verano, fue testigo de cómo, en las páginas centrales del suplemento dominical, se asistía a la inexcusable vejación de aquella parte de la población que renegaba de los ideales de la izquierda, aunque con un matiz muy peligroso: se valían de voces salidas de la universidad para dar un aire de supuesta verdad científica a lo que de suyo era el discurso del odio y el sectarismo más burdo. En su paroxismo, se llegaba a calificar a los ciudadanos que defendían posturas ajenas al credo progre como «enfermos mentales». Y, sin embargo, a los rojos de la época franquista se les llegaba a etiquetar con la misma vitola que ahora utilizan sus correligionarios del presente para definir a los que son de derechas. Valiéndose torticeramente de la psiquiatría de entonces, los españoles de izquierdas experimentaron la patologización de su ideología por parte del régimen. Y lo curioso es que, justo en estos momentos, los «enfermos mentales» sean los conservadores, los que no comulgan con las ideas de los que están en el poder. En fin, esto es lo que tiene estudiar con objetividad la historia reciente de España.

Decía que los europeos están perdiendo el miedo a expresarse en libertad, a llamar a las cosas por su nombre sin recibir el varapalo del supremacismo moral de la izquierda. Quieren que nadie ocupe ilegalmente sus casas, adquiridas con el esfuerzo y el sacrificio de muchos años. Quieren que sus hijos reciban una educación de calidad y, sobre todo, que nadie les diga cuál debe ser el modelo de familia a adoptar. Quieren que se respete la intimidad del hogar y, por supuesto, la dignidad del legado de unas tradiciones. En pocas palabras, recobrar lo que, desde tiempos de la ilustración, ha sido la huella imperecedera de Europa en el resto del mundo: la libertad de conciencia, la tolerancia religiosa y el orgullo de la pertenencia a una civilización. Nunca antes una ideología, como esta de la izquierda puritana y prohibicionista, había puesto en peligro los valores de todo un continente. Y sólo decirlo ya es un triunfo.

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