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Marina Casado

Un carrusel vacío

Marina Casado

La poética del aburrimiento

De adolescente, con trece o catorce años, fui víctima de frecuentes crisis de ansiedad. Las primeras resultaron terribles, porque tenía la sensación de que no me llegaba bien el aire a los pulmones y que iba a ahogarme. Unido eso a un traqueteo desbocado del corazón que me conducía a temer que fuese a sufrir un infarto de forma inminente. Mis padres me llevaron a varios cardiólogos para descartar afecciones de esa índole y me sometí a unas cuantas pruebas. Al final, el diagnóstico fue de tipo psiquiátrico: ansiedad. Ansiedad causada por situaciones cotidianas de estrés como la proximidad de los exámenes, que constituían mi peor pesadilla en aquella época –era demasiado perfeccionista–, o por falta de habilidades en situaciones sociales –mi consabida dificultad de entonces para hacer amigos–. El caso es que el psiquiatra me recetó una medicación que no llegué a tomar. Porque desde el momento en el que supe que aquellos ataques eran causados por mi propia mente, me esforcé por controlarlos también desde mi mente. Y pude salir de aquello yo sola, con la inestimable ayuda de mis padres. Aunque sigo teniendo predisposición a la ansiedad, nunca he vuelto a experimentar esas crisis tan fuertes.

Hablaba hace unos días con alguien muy cercano sobre el modo en el que el estrés nos transforma, hasta el punto de parecer otras personas. Podemos pensar en momentos concretos de crisis: por ejemplo, un trabajo de la universidad cuyo plazo de entrega expira en breve, un examen a la vista, un proyecto que nuestro jefe nos ha encargado en el trabajo… No cabe duda de que, durante esos días, nuestra mente estará centrada en el reto al que debemos enfrentarnos y tendrá menos tiempo para pensar en otros asuntos. Dependiendo de las circunstancias y de la persona en cuestión, podrán aparecer síntomas como el insomnio o la inapetencia e incluso las mencionadas crisis de ansiedad. Cuando íbamos al instituto, esos períodos terminaban con los exámenes y experimentábamos una maravillosa sensación de liberación.

El problema es que, en la edad adulta, suele ocurrir que nos sometemos a un estrés continuo. Nos acostumbramos a vivir bajo presión, a que nuestro “yo de crisis” sea el único “yo” que conozcamos. Algunas personas queremos abarcar demasiado y nos involucramos en un proyecto tras otro, en pos de la adorada productividad, cayendo sin pretenderlo en una espiral desquiciante. Y nos sentimos mal si “no estamos haciendo nada”. En la cabeza se dibuja una lista interminable de tareas que van acumulándose y que toman la forma de un tornillo que lentamente se clava en nuestra conciencia.

Y así suceden los días, las semanas y los años. Y sucede la vida, a veces, sin que nos demos cuenta. Sucede que, cuando nos detenemos en mitad del delirio del estrés y nos permitimos pensar en nosotros mismos y en nuestras necesidades emocionales, nos damos cuenta de que nos hemos perdido a nosotros mismos, a las personas que fuimos en otro tiempo, y eso afecta también a nuestras relaciones con los demás, en las decisiones que tomamos, en muchas ocasiones precipitadas, por esa acuciante falta de reflexión.

El tipo de sociedad en la que vivimos nos predispone a esa actividad constante. El hecho de que cada vez haya más información, más posibilidades o caminos, nos conduce a querer estar en todas partes, a no descartar ninguna de las opciones. Nos empujan a la productividad. En los pueblos pequeños, todavía encontramos esa escena entrañable y estival de los vecinos que han sacado las sillas a la calle y conversan en corro acerca de los últimos acontecimientos del barrio. Nuestros mayores aún hallan placer en actividades que los más jóvenes no se plantean, porque solemos llenar el escaso tiempo de ocio consultando las redes sociales, guasapeando, viendo series… Hemos abandonado una actividad tan sencilla como es sentarnos a hablar con la gente de nuestro alrededor: familia, vecinos, amigos. Hablar frente a frente, sin consultar constantemente el móvil o el reloj.

¿Quién recuerda el aburrimiento? La sensación infantil de contemplar el paso de las horas sin saber cómo llenarlas, víctimas de una apacible apatía. Para el niño, el futuro es eterno. Los niños todavía se permiten aburrirse. Sin embargo, a medida que crecen, los años se condensan y se precipitan en esa espiral en la que, al levantar la cabeza, de repente ha sucedido una década. Y no han sido conscientes. Pienso, a veces, en la infancia del poeta Luis Cernuda, y en una de sus aficiones preferidas: tumbarse en la hierba y tratar de sorprender el crecimiento de las flores. Hoy el aburrimiento nos parece poético.

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