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Primera plana

Pablo Iglesias, Sandel y el récord de maratón

Si verdaderamente te esfuerzas, la vida te recompensará y te acabará yendo bien. Y, si no te está yendo tan bien como quisieras, quizá deberías esforzarte más, o sencillamente asumir que en realidad no vales para más». En 1959 el sociólogo británico M. Young, en su novela distópica, El ascenso de la meritocracia, acuño el término «meritocracia». En su ficción, ambientada en 2030, describía una sociedad en que la aristocracia de nacimiento y la sociedad de clases habían sido sustituidas por la meritocracia, una sociedad en que cada quien recibía méritos y recompensas en función de su valía y de sus esfuerzos. Tan sólo 60 años después, cuando el término, que inicialmente se había creado con connotaciones peyorativas se ha convertido en la visión ideal de cómo son nuestras sociedades, M. J Sandel, en su libro La tiranía del mérito: ¿Qué ha sido del bien común?, expone algunas de las consecuencias negativas de que vivamos en sociedades cuya ideología es ferozmente meritocrática: la arrogancia de los ganadores y el desprecio hacia los perdedores que justifica el enorme incremento de la desigualdad.

Recientemente se ha difundido la noticia de que Pablo Iglesias, exvicepresidente del Gobierno, había suspendido una prueba para ser profesor de Periodismo en la Complutense. En realidad, lo que contaba la noticia eran los intríngulis de un concurso de méritos (y el uso de ese término no es banal) en que se valora la idoneidad de alguien para ejercer de profesor. El sistema educativo, que pretende juzgar al alumnado en función exclusivamente de sus méritos, y así contribuir a que cada quien tenga el papel que se merece en la sociedad, es uno de los principales mecanismos de difusión de la ideología meritocrática. Si cuando yo era niño todos solíamos pasar una fase de «¿y por qué, mamá?», ahora, entre la infancia y la adolescencia, la fase por la que se pasa es por la de «¡No es justo!». Al contrario de clásicos, que enseñaban que el mundo no se adecúa a nuestras categorías de «justo», en nuestra sociedad les hacemos creer a los jóvenes que la vida es justa, como pretendía ilustrar la frase con la que inicié esta reflexión. Hasta antes de ayer en Catequesis aprendíamos que Dios era justo, y que si te portabas bien tendrías tu merecido, y si te portabas mal tu castigo. Pero en la otra vida. Ahora, en la línea de lo que señala Sandel, les hacemos creer a la gente que quienes viven en una especie de paraíso en la tierra es porque se lo merecen, y quienes viven en un infierno es porque también se lo merecen. Por ello, tanto Sandel como Piketty, en su libro Capital e ideología, consideran que el auge de los populismos que se ha dado desde 2016, se puede interpretar como una rebelión de las clases medias y bajas perjudicadas por la globalización contra el discurso meritocrático, que se ha acabado convirtiendo en el credo común de todos los partidos políticos, tanto de los de derecha como de los de izquierda, y que, «adding insult to injury», les pretende hacer responsable de su mala suerte en la vida.

Muchas personas corrientes, sin tantos títulos ni «méritos» como en una meritocracia se supone que tienen las clases dirigentes, sienten malestar difuso y rabia contra la sociedad y contra cómo les va en la vida. El problema de estas nuevas clases dirigentes meritocráticas es que se consideran moralmente superiores a lo que se considera clases «inferiores». Y de ahí en parte la difusión del «fracaso» de Pablo Iglesias: a quienes se han sentido mirados por encima del hombro les reconforta pensar: «Este que se creía tanto, y en un curso no tiene ni los méritos para ser profesor». En realidad, lo que pasó es que a juicio de la comisión que evaluaba había alguien que tenía más mérito, y eso subraya que el mérito nunca puede desligarse de la suerte, por ejemplo, de la suerte de contra quienes te toca competir. ¿Quién ha hecho méritos para haber nacido? ¿Quién ha hecho méritos para haber nacido en una determinada época, en una determinada familia, en un determinado país? A finales de septiembre de 2022, en Berlín, el keniata Eliud Kipchoge logró un nuevo récord del mundo al ser capaz de correr una maratón en poco más de dos horas y un minuto. Si hablamos de capacidades para correr, y sin menospreciar todo el mérito que tiene lo que ha debido entrenar para lograr ese récord, el keniata ha sido un afortunado en la lotería genética: nadie es capaz de correr maratones como él. En la lotería de la vida, eso se puede traducir, entre otras cuestiones, en el millón de euros que se estima que ha ganado por batir el récord. Algunos de los críticos de la meritocracia plantean que si entendemos que tener méritos quiere decir cumplir los requisitos que se piden para algo también la lotería es meritocrática: sólo le toca a quienes han cumplido el requisito de comprar un billete: los tataramillonarios del popular anuncio de la ONCE podrán decir que sus tatarabuelos tuvieron un mérito que los míos no tuvieron: compraron el billete ganador.

Necesitamos desarrollar una ideología que no haga a la gente sentirse menospreciada por no encontrarse entre los ganadores, y quizá podríamos aprender de las maratones. Quienes las ganan son capaces de correr a un ritmo al que yo no soy capaz de correr ni 100 metros. Pero parecen ser de ese tipo de personas que son conscientes de que han sido los ganadores de una lotería. En maratón yo soy clase media y ellos la élite, pero quienes corremos lo hacemos, en parte, porque sentimos que es un ámbito en que la élite, los ganadores, valoran a las clases medias y bajas. Ojalá sepamos construir sociedades así, y dejemos atrás esta sociedad en la que los ganadores parece que se consideran moralmente superiores.

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