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Juan Francisco Martín del Castillo

El pantone de Pipo

Pipo fue conserje de instituto. En realidad, y para muchos de sus antiguos compañeros, encarnaba al conserje eterno, por sabio y por atrabiliario. Siempre se me viene a la cabeza su persona cuando oigo a los políticos de campanillas decir esto o aquello. Cavilo, sobre todo, en qué pensaría Pipo de lo que afirmó fulanito o de lo que sentenció menganita. Precisamente, en las últimas semanas, han sido varias las ocasiones en que me he imaginado la silueta del conserje retorcerse al escuchar las palabras de Alberto Garzón o las de su correligionaria Manuela Bergerot en las filas del partido del niño Errejón.

El inefable ministro de Consumo y la segunda portavoz de Más Madrid, cada vez que abren la boca, parece que invitan a salir al diablo que esconden en su interior. El uno vuelve a postular sobre las masculinidades y la otra, faltaría más, sobre las feminidades, en concreto, sobre la moda que ha de imperar entre las mujeres de hoy. Ambos no pueden sustraerse al afán intervencionista sobre el individuo hasta el extremo de dictar lo que los demás deben ponerse al vestir como, asimismo, lo que deben sentir en específico los «varones de éxito». Pipo, lo tengo más que claro, se haría cruces con las patrañas ideológicas de los neocomunistas de medio pelo, genuinos pijos totalitarios, y habría proferido duros calificativos hacia esta selecta representación del cretinismo hispano. Sabido era que obligar al conserje a llevar uniforme era tarea condenada al fracaso, y si, por ventura, alguien se atreviese a pontificar en su presencia sobre las bondades del atuendo funcionarial, se exponía a la segura furia del cancerbero escolar. Por ello, si el indomable Pipo estuviera al tanto de las lindezas de Garzón y Manuela, o Manuela y Garzón, que tanto monta, los mandaría al lugar del que jamás debieron salir, la comuna estalinista en la que de vez en cuando sestea el maquiavélico Zapatero al arrullo de las rancheras del bolivariano Maduro.

La penúltima ocurrencia de la señorita Bergerot ha sido la de afear la imagen, el look o el outfit, como ahora se dice entre los más cool, de las representantes populares en el parlamento autonómico. Y es pensar en Pipo y en su proverbial socarronería al leer lo de «renovar el Pantone de la Comunidad de Madrid», que no puedo parar de soltar una carcajada tras otra. El conserje, enseguida, preguntaría: «¿Cuálo?», y, un poquito después, sin esperar a la respuesta, diría: «¡Vaya problema! ¡Que compren el Panetone del Marcadona, que es más barato!». Sin embargo, el dichoso pantone o, propiamente, la escala de colores del pelo de las mujeres de la derecha, es lo que ofusca el ánimo de doña Manuela. Perdura en estas gentes de la izquierda rancia, pese a la juventud de la protagonista, el deseo de controlar al que es distinto, al que va por libre. No lo soportan, es superior a ellos. Son como la policía de la moral, la misma que arrastró a la muerte a la iraní Mahsa Amini, por ser diferente al resto de las mujeres.

Y qué me dicen de Garzón y su politización de la despedida del tenista Roger Federer. Aprovechó un instante de complicidad entre compañeros de la raqueta para pontificar sobre lo que debe ser el modelo de hombre en la actualidad. Al pie de una foto compartida por el suizo y el español Nadal, emocionados durante un intenso momento, suelta lo de los «estereotipos tóxicos de la masculinidad», haciendo ver que en la actitud de los dos amigos había algo más de lo que se adivinaba. Insisto, estos siniestros radicales necesitan adoctrinar hasta en la ocasión menos oportuna. No pueden con el prurito totalitario: lo llevan por bandera. Como decía Pipo de estos ayatolás de la política: «Gente rara, gente del diablo».

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