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Lucas López

Reflexión

Lucas López

Periodismo comunitario en El Salvador

Mentiría si le dijera que ya sanó», me dice Isaac tras un ratito de silencio. Miro sus manos grandes, de agricultor, que las mueve con sosiego acompañando también su palabra. Lleva primero sus ojos por la sala, como haciendo espacio a lo que quiere decir. Luego pone en mí su mirada a modo de respuesta. La conversación tiene lugar en la pequeña cabina de Radio Farabundo Martí, una emisora vinculada a la Compañía de Jesús en El Salvador, en el municipio de Arcatao, ya junto a la frontera con Honduras. Compartimos el espacio con algunos miembros de la junta que rige la emisora y con el voluntariado, ellas y ellos, que la llenan de un contenido participativo.

Antes Isaac me contestó: «Sí, lo fui». Le había preguntado si había sido combatiente. «Desde los doce años», me dice mientras me muestra en su celular una fotografía con su uniforme guerrillero. La foto, digitalizada sobre un original en papel, muestra los colores desvaídos del paso del tiempo. Se deja ver un cipotillo (así llaman a los peques) con unas prendas de camuflaje ajustadas. La mancha borrosa sobre el labio insinúa un incipiente bigote. Desde 1979 a 1992, la guerra asoló el país y fue extremadamente dura en los bosques y quebradas, los riachuelos y las huertas que rodean Arcatao, una población precolombina que quedó prácticamente desierta durante los años del conflicto. «Soy lisiado de guerra», me dice Isaac mostrándome un carné que señala algunas dolencias producidas durante el combate. «Lo intento, pero no, no sané. Ni por dentro, ni por fuera. Mentiría si dijera otra cosa».

Nuestra charla pasó de las condiciones de la emisora (precarias pero suficientes) a la memoria de un enfrentamiento en el que la muerte reinó entre los bosques, los ríos y las montañas. Aunque la mirada mediática de la época dotaba de un aire romántico a la lucha guerrillera, en el diálogo se transparenta desolación, miedos, heridas, más miedos, más heridas y un heroísmo muy difícil de distinguir de la mera lucha por la supervivencia. «Tengo que seguir trabajándolo. Tenemos tarea con la psicóloga. Ayuda. Pero lo de sanar es muy lento y, creo yo, nunca llega del todo en esta vida». Isaac jamás responde rápido. Se toma su tiempo. Escucha. Mira. Luego pasaremos por su casa, a la vuelta. Admiro los frutales y el maíz sembrado en las laderas. Nos regala una botellita de miel muy bien etiquetada. «La vendemos a Europa», dice ufano. Él no vive en el pueblo, sino en una casita al lado de una quebrada, a unos diez minutos en auto. Lo llevamos.

«Aquí fue», nos dice. Habla de la masacre. No tengo los datos, pero relata un tiroteo en el que el ejército se esmeró: «Buscaban exterminarnos». Nos cuenta de gentes atemorizadas que huyen del ejército que presiona de un lado. Cuando mujeres, hombres, niñas, niños, ancianas, ancianos tratan de cruzar el río, encuentran en la otra ribera las ametralladoras. Luego, en casa, entro en internet: «Masacre del río Sumpul, 14 de mayo de 1980». El ejército atacó a las personas que se desplazaban intentando cruzar a Honduras. Los datos hablan de entre 400 y 600 personas indefensas tiroteadas hasta la muerte.

Hace un rato me detuve impresionado delante de un mural en el centro de formación de Arcatao. Sobre los colores verdes dominantes aparecen los cuerpos, las manchas de sangre, el río. Pasó aquí, donde ahora Isaac nos señala. «No, no es fácil sanar», insiste. Kenia, la periodista de Ysuca que forma parte de nuestra pequeña expedición, le pregunta por la reciente militarización impuesta por el presidente Nayib Bukele. Isaac responde de nuevo parsimonioso y con aparente tranquilidad. Nos reconoce que no le son indiferentes los uniformes. Que son muchos los recuerdos. Que hubo muchos muertos. Que a veces piensa en que, entre esas tropas mandadas por el presidente, puede haber algún oficial con el que tuvo combate. Luego, a solas, cuando no están los micrófonos abiertos, Isaac me dice: «Me oriné cuando los vi de nuevo en sus retenes, parando a la gente. Fue como volver a la guerra».

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