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Observatorio

El olvido que no cesa

El olvido que no cesa Amparo Zacarés

Es de dominio público que la filosofía no se ajusta bien a la pedagogía del currículo. Como dice tan bellamente Cécile Guérard, «la filosofía corrió por las calles de Atenas, a la sombra de los plátanos en flor, mezclándose con el canto de las cigarras. Al aire libre, sin manuales». Se refiere a que en sus inicios nació como un diálogo vivo que duda, confronta ideas y recomienza sin cesar. Su esencia es formular preguntas provocativas e incómodas para tomar conciencia de la propia ignorancia y no dejar que aceptemos a la ligera certidumbres que se dan por hecho. Pero una vez que la filosofía ha quedado encerrada en las aulas, el dilema se presenta entre «enseñar a filosofar» o «enseñar filosofía». La primera postura la expuso Kant al enunciar el lema de la Ilustración Sapere aude (¡Atrévete a pensar y no dejes que otros piensen por ti!). Con ello se distanciaba del aprendizaje histórico de la filosofía ya que nadie podía aprender filosofía si no aprendía a la vez a pensar. La segunda opción la defendió Hegel, que consideraba que la filosofía podía ser enseñada y aprendida en su devenir histórico como cualquier disciplina del conocimiento. A primera vista puede parecer que ambas posiciones, la kantiana y la hegeliana, se enfrentan y excluyen. A mi entender, no es así, ya que se trata más de una cuestión de énfasis que de fondo.

Con todo, es importante reconocer que los datos transmitidos históricamente poseen un valor didáctico y que la actitud filosófica no es espontánea, sino aprendida y culta. Por lo demás, tampoco hay que menoscabar la actitud cotidiana de asombro y curiosidad hacia todo cuanto nos rodea. Es más, hay que comprender la filosofía dentro de un proceso histórico en el que los seres humanos, en función de la época que viven, se formulan preguntas y las responden desde el ejercicio de la razón. En realidad ambas posturas caben simultáneamente en la elaboración del proyecto curricular de la programación del aula. Al menos así ha de asumirse en segundo de bachillerato, donde el recorrido histórico de la filosofía exige una práctica docente que procure situaciones de aprendizajes y desarrolle determinadas competencias para que el alumnado pueda desenvolverse con soltura en la sociedad del siglo XXI. Y es esta compatibilidad la que destaca la nueva Ley Orgánica 3/2020 en el proceso de enseñanza-aprendizaje de la filosofía.

La noticia no es nueva, se sabía que en este año académico se implantaría la Lomloe mediante un proceso gradual. En la actualidad se ha implantado en los cursos impares y el próximo año, en los cursos pares. Así, pues, hasta el año siguiente no se empezará a aplicar el nuevo currículo de segundo de bachillerato de Historia de la Filosofía. Y es aquí donde, aun a riesgo de adelantarme en el tiempo, quiero subrayar que en la nueva ley educativa las mujeres filósofas se presentan con la relevancia que merecen y ya no están en los márgenes de la historia ni son una mera extravagancia o anécdota. Es cierto que este reconocimiento ya lo contemplaba la LO 3/2007 para la igualdad efectiva entre mujeres y hombres. En el artículo 24 se indicaba a las Administraciones educativas que, en el ámbito de sus respectivas competencias, debían desarrollar entre otras actuaciones «el establecimiento de medidas educativas destinadas al reconocimiento y enseñanza del papel de las mujeres en la Historia». Pero es ahora cuando este requerimiento ha tomado fuerza y se ha comenzado a plasmar en los libros de texto y en los currículos de las diversas asignaturas, tanto en las humanísticas como en las STEM, que es el acrónimo inglés por el que se conoce al grupo de disciplinas que se refieren a la ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas.

Puestas así las cosas, un análisis entre el currículo antiguo versus el currículo nuevo se salda a favor del último. Sin embargo, como suele decirse, nunca llueve a gusto de todos. Y a mí me ha resultado paradójico que, a diferencia de los currículos de historia de la filosofía de las distintas comunidades autónomas, donde sí han contado con el raciovitalismo de Ortega y Gasset y la razón poética de María Zambrano, en algunas se les haya eliminado. A decir verdad, en estas ausencias detecto algo más que una mera cuestión de género. Más bien deja entrever que en la construcción de un nuevo paradigma cultural no solo hay que sopesar los referentes que heredamos, sino también los que nos resistimos a incluir. Es como si la filosofía nunca jugara el partido en casa o como si en la primera liga estuvieran seleccionados, única y preferentemente, los equipos de Grecia y Alemania. Pero el debate no está solo en la lengua que habla la filosofía, sino en el estilo literario que se utiliza para trasmitir las ideas y el pensamiento. En ese sentido, es preciso tener en cuenta que frente a una corriente que ensalzó la razón teórica y consideró que el lenguaje de la filosofía ha de ser abstracto y conceptual, existe otra que no se somete, como dijo María Zambrano, a la «tiranía del concepto», y que considera que el logos puede expresarse también a través de metáforas y tropos poéticos. Donde unos ven indeterminación y falta de rigor, ella defendía lo contrario, señalando que las imágenes, y «solo algunas y no siempre», pueden expresar con acierto la conexión entre el pensamiento y la vida. Esta fue la idea rectora del pensamiento de la filósofa por la que la academia la tachó de inclasificable y la ninguneó en vida hasta edad muy avanzada. Por eso, en su caso, su exclusión me hace pensar que es una manera más de ignorarla y perpetuar el olvido que no cesa.

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