Siempre le tuvo miedo al miedo, a escuchar los silencios, la oscuridad, los recuerdos y la añoranza. A la única persona que abría la puerta era al chico del súper que cada dos días le llevaba comida preparada y poco más. Tenía tres hijos que estaban locos por llevarla con ellos. Los tres vivían en Las Palmas, así que la mudanza sería poca cosa. Mientras Rosa pudo se refugió en la radio y en alguna que otra revista de letras bien grandes. Siempre dijo que no quería cumplir más años. Los años son una indignidad, protestaba. Un día una amiga de la familia que la visitaba se percató del estado de abandono en el que vivía y no lo dudó. Llamó a los hijos y le contó que a su madre no la visitaba nadie. Nadie se percató de la soledad enfermiza en la que vivía la mujer. Esa amiga decidió incrementar las visitas para controlar la situación hasta que un día le soltó a bocajarro una pregunta intencionada: «¿Rosa, por qué no te animas a tener en casa a una mujer que te cuide y acompañe noche y día?». No contestó. Su amiga habló de nuevo con los hijos. Los hijos optaron por contratar a una chica de Bogotá que vivía en Canarias desde 2002. La primera señal de mejoría la dio Rosa cuando compró un vestido estampado en amarillo. Era otra mujer. Seis años estuvo Rosa acompañada de la chica. Hace unos seis años, Rosa falleció. Pero antes habría de destapar una sorpresa. Llamó a su ya amiga, la chica que la cuidaba, y le pidió que abriera un sobre. Dentro había un mapa. «Abre el mapa, anda…». Era el testamento donde figura una casa rodeada de árboles frutales que sería para quien tanto la acompañó cuando más lo necesitó.