Nací en un pueblo marinero, pero vi el mar cuando ya era un muchachito. Los que conocen poco las islas, cualquiera de las islas del mundo, tienden a pensar que todos los nacidos en territorios así, como los nuestros, vivimos en una playa, o cerca. En mi caso, nací en un barrio cuyos habitantes, como yo mismo, tardamos en ver el mar casi tanto como en saber que existía. En los barrios todo se hacía entonces, hace setenta años, más o menos, en función de lo que había al lado de las casas: la escuela, la venta, incluso los médicos venían, probablemente de La Orotava o del Puerto de la Cruz (este es mi pueblo natal), sin necesidad de que nosotros acudiéramos a sus consultas, según la gravedad de los que necesitáramos cuidados. En mi caso personal, solían llamar de urgencia a los doctores de ambas localidades, pues el muchacho que era yo entonces estaba siempre al borde del descontrol asmático.

Así que vi el mar muy tarde, cuando empecé a trabajar, primero en las fogueterías, luego en las sorribas (de listero) y finalmente de contable de los numerosos fiados en que entonces se cifraban las deudas. Después, cuando ya pude volar solo, gracias al Preuniversitario, me llevó el Instituto Cabrera Pinto de La Laguna a Gran Canaria. Fue un viaje maravilloso. Durante el trayecto, después de un suceso que alguien me recordó esta semana en Las Palmas (un golfo de muelle se me insinuó con maniobras sexuales que no se llevaron a efecto), descubrí la salud del mar por la noche, esa brisa que sólo pude igualar, ya en tierra, cuando disfruté de los aires de Tafira, acaso el lugar más placentero que conocí en aquellos tiempos. Los chicos y las chicas, pues viajábamos como escolares y nos quedábamos en una residencia que nos servía de entrenamiento para compartir la vida con unos y otras, jugábamos a estupideces, como a mortificar a los otros llenando de pasta de dientes las sábanas de las camas ajenas.

Después de Tafira fui a la ciudad de Las Palmas. Santa Cruz era señorial, casi muda, una ciudad que no quería riñas en las calles, ni gritos, cerraba pronto sus luces y no permitía que la gente se desmandara, si no era en los barrios alejados donde la noche se confundía con los manejos que propicia la oscuridad, entonces abundante como una boca abierta. Yo descubrí esos universos nocturnos, tan excitantes, debo decir, cuando ya trabajaba en EL DÍA y buscaba, con otros compañeros de Redacción, que el solaz de la noche nos aliviara de las reyertas que nos llevaban a odiar los primeros flecos de la madrugada. Santa Cruz era, entonces, y lo siguió siendo después, digno exponente de lo que dijo Alexander Humboldt que era la patria de Domingo Pérez Minik, lo digo porque me gusta siempre situar su nombre en todo lo que escribo, y para gusto de quienes dicen que no hablo de otro que del viejo maestro. Decía Humbold que el santacrucero es el que abre la tienda y espera que no entre nadie.

Aquella excursión por las noches de la ciudad tranquila dio paso a este viaje grancanario, que me llevó con otros compañeros a conocer, por ejemplo, la Redacción del Diario de Las Palmas, y a vislumbrar personas y nombres propios que ya sonaban como gente a la que ya quería emular como periodista. Pero no era solo la noche la que se movía en Las Palmas: se movían la noche y el día, los golfos que en Santa Cruz se exhibían por las noches en Las Palmas estaban presentes en todas partes y a todas horas, en torno, por ejemplo, al Parque de Santa Catalina. Pasaron los años, hasta ahora, y eso sigue siendo así: excepto en lugares muy contados de la capital de cuya isla provengo, la noche es socialmente escasa y además no alberga otros ruidos que los de los automóviles que van y vienen con una urgencia muy relativa. Sin embargo, en la capital de Gran Canaria…

Es la enésima vez que vengo a Las Palmas. Fue este martes, invitado para un programa de televisión, que me mantuvo aquí hasta este último miércoles, que es cuando le dicto a esta máquina mis recuerdos y también estos últimos reflejos del presente. Es evidente que la ciudad, esta hermosa ciudad, beneficia su optimismo en gran parte gracias a esa energía marina que le viene de Las Canteras, acaso la playa urbana más hermosa de esta parte del mundo. Como Cádiz o Málaga, o Sevilla, en las rutas del Guadalquivir, Las Palmas es un horizonte infinito, que no halla otros obstáculos que las montañas que alguna vez algún distraído confundió con el Pico del Teide. La barra, que es un tesoro que mantiene a raya el oleaje, y ayuda a que los bañistas se sientan seguros, y los que miran las evoluciones de la playa, por su parte, sienten que ese paisaje que es el mar es un espectáculo que cambia a cada instante. Y mirándolo se sienten viajar.

Esa energía marina contagia a la ciudad. Es insólita esa sensación que produce el vecindario de que casi todo lo que tenían que hacer lo hicieron ya y que no les queda sino charlar con el vecino. Obviamente, la gente aquí, como en todas las islas, es muy laboriosa, porque la historia les ha enseñado las consecuencias de la inercia, pero ese déjame estar casi cubano que preside la acción humana de los canarios, no sólo la de los canarios de Las Palmas, le han ahorrado a estos territorios los estragos absurdos que imponen la rapidez o la prisa.

Estos dos días anduve por la Plaza de Santa Catalina, y debo decir que pude escuchar conversaciones domésticas, graves o menores, que sólo son posibles en territorios como estos en los que nadie quiere que el otro lo acuse de apresurado.

Ha sido un reencuentro también con lo que hemos perdido los que nos hicimos en la noche de Las Palmas a la liviandad de la vida, cuando éramos jóvenes creyentes en que todo el monte era orégano. En aquel entonces, a partir de los años 80 y siguientes del siglo XX, la vida inventó dos santuarios, uno llamado El Gas, donde Manuel Padorno nos enseñaba poesía de billar, y el otro se denominaba Utopía precisamente porque nos permitía hallar el éxtasis de la amistad cuando todavía ésta no se basaba en otro intercambio que el de la hermosa experiencia de la alegría. Eso pasó ya, somos mayores y ahora los jóvenes no necesitan más gas que el que ya tienen y otra utopía que la que les da la gana encontrar, por ejemplo, en las respuestas de Internet.

Una ciudad maravillosa, a la que vuelvo a veces también pensándola, en la que nunca fui forastero, de la que me siento deudor. La dejé por la tarde del miércoles, rumbo a Madrid. El avión se retrasó tanto que tuve tiempo, en el ínterin, de escribir este artículo que generalmente curso a las redacciones de EL DÍA y LA PROVINCIA temprano los sábados. Antes de abordar el avión, porque la vida acecha con lágrimas y experiencia, me encontré que un inglés, que resultó ser fontanero jubilado, padecía, como yo de asma, y tenía una especie de Ventolín sobre una de las sillas de espera por los largos retrasos impuestos por los militares de Gando a los aviones sin milicia. Le dije que yo también tenía asma. Muy pronto le hice algunas preguntas y él terminó contándome que días atrás había muerto su mujer, y él volvía de Las Palmas a Londres, en busca del consuelo de sus hijos. Y luego sollozó como un niño, y yo no tuve valor para llorar con él sino para decirle «lo siento». Tantas palabras que escribo y no hallé nada más que decirle a aquel hombre que me confío lo más preciado que queda cuando no te queda sino la tristeza de despedir.