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Palabras en el Malpéis

Pablo querido

La vida del cantautor cubano Pablo Milanés, en imágenes. ENRIQUE DE LA OSA

En la singular y vivida biografía de Pablo Milanés Arias, nacido en Bayamo, ciudad del oriente de Cuba y capital de la actual provincia Granma, hay un suceso que explica de manera definitiva el carácter del que sería uno de los grandes referentes de la canción popular latinoamericana del último tercio del siglo pasado. Lo contaba él mismo en algunas de las entrevistas donde daba cuenta de su periplo vital: en 1966, a propósito de su fama como artista «rebelde» dentro del recién nacido mundo cultural revolucionario, es enviado a un campo de trabajo forzoso de la Unidad Militar de Ayuda a la Producción (UMAP) en Camagüey, en el centro de la isla. Su vínculo emocional con sus compañeros presos, algunos de ellos comunes, le incita a organizar actividades teatrales y musicales que los distrajeran de las penurias de lo que él definiría más tarde como un campo de concentración estalinista.

Después de un tiempo se fuga de aquel presidio; regresa entonces a su casa familiar en La Habana intentando buscar el apoyo para la revisión de su causa de uno de los comandantes de la Revolución, Almeida, lejano pariente familiar; sin embargo, debió pasar otro año encarcelado. Curiosamente, su espíritu noble y su sentimiento de país quisieron conservar, dentro de su reflexión humanística sobre el tiempo histórico que le había tocado vivir, lo mejor de los iniciales principios de regeneración social y política que alumbraron a la Revolución cubana. Todo ello sin renunciar, a medida que el sistema político implantado en su isla natal se iba burocratizando y agigantando en su modelo de dictadura real, a una clara crítica que pedía cambios reales dentro de su isla, asunto que tanto incomodara al aparato estatal.

Venía, en su adelantada juventud cantora, de rumiar raíces que acogían de forma natural las influencias de la música tradicional cubana junto al feeling, estilo cancionístico de acento romántico que flirteaba con el universo armónico del jazz. Este género se había iniciado en los ambientes musicales habaneros desde la década de los años cuarenta y tenía cierto predicamento entre guitarristas compositores e intérpretes con cierto hábito de curiosidad creativa.

En Milanés eso no era extraño; si observamos la sustancia poética de su cancionística, los patrones melódicos y los ambientes armónicos de muchas de sus composiciones, caeremos en la cuenta que quizás sea su figura el más directo lazo de unión estética entre la natural fecundidad intuitiva de la Vieja Trova cubana –la de Corona, María Teresa Vera o Sindo Garay–, con aquella otra que surgió a la sombra del protectorado espiritual de Haideé Santamaría en la Casa de las Américas y de la que Pablo fue uno de sus primeros y fundamentales apóstoles.

En la trastienda, como anécdota alimentada por la admiración hacía sus principales protagonistas, queda el misterio de la intimidad y posterior desacuerdo entre Pablo y Silvio Rodríguez, como el ocurrido entre Vargas Llosa y García Márquez. Salvando las distancias, todos forman parte de una dicotomía muy propia de la convulsa Latinoamérica que han dejado los sueños de Bolívar y Martí como herencia.

En el plano interpretativo, Pablo hereda de los viejos cantores trovadorescos no solo formas musicales sino pautas de expresión musical; nos referimos a su talento para crear segundas voces que huyen de la linealidad inicial que ofrecen las armonías más populares. Por eso no es extraño que en su discografía, parafraseando el título de uno de sus discos, fuera con no poca frecuencia en busca de flores ocultas de la Vieja Trova. Supo también, magistralmente, incorporar en sus propias composiciones motivos del Son –génesis del genuino proceso de simbiosis cultural en el cancionero popular cubano–, haciendo que su obra musical respirara aún más de cubanía.

Es verdad que aquel primer fenómeno musical que fue la Trova original, ligado al ambiente bohemio de la taberna y el colmado habanero, tuvo un camino sinuoso hasta llegar a situarse en la troncalidad de la cultura cubana a propósito de su raíz de calle y mulatería. Por contraposición, La Nueva Trova –que inicialmente internacionalizó las canciones de Milanés y sus coetáneos desde aquel movimiento musical parido a la sombra hagiográfica de los logros de la Revolución cubana– tuvo un camino expedito hacia un público ansioso de cambios sociales.

Pero Milanés sobrevivió a ese aggiornamento sin tener que hacer ningún esfuerzo: su obra, fecunda y genial en muchas de sus composiciones, está habitada por una calidad poética que elogia al amor como fuente de luz y lo eleva al rango merecido que merece ese sentimiento como principal mandato a sembrar en el camino hacia la libertad individual y colectiva.

Hay otro hermosísimo rasgo en la senda vital de este Pablo querido en muchos rincones del mundo y fue su generosidad sin límites para colaborar con artistas de otras latitudes en grabaciones e invitaciones para cantar en directo en sus recitales. Fueron muchas y de diverso signo estético, dando cuenta de su empatía natural con la calle y con los mundos que visitaba en sus viajes. Empujado todo ello por esa curiosidad creativa y el gozo de existir que alumbraron sus primeros pasos musicales y que nunca dejaron de estar presente en sus oídos. Fue Milanés, definitivamente, un hombre alongado a “eso que llaman amor para vivir”.

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