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Obituario

Matías Díaz Padrón, el hombre y el genio

José Luis Sampedro. EFE

Estoy en mi Biblioteca. Miro los impresionantes tomos de Matías, sobre P.P. Rubens, editados por el Instituto Moll, del que fue su Presidente. Matías me los dedicó hace ya muchos años. Los libros y artículos que me regaló, los guardo como uno de mis mas preciados tesoros. Su valor solo es superado por el indeleble recuerdo de la amistad que nos unió desde nuestra juventud hasta su esperada muerte. Esperada (nunca deseada, ¡por Dios!) en el último almuerzo que tuvimos con el, el ilustre historiador Agustín Guimerá Ravina y nuestras respectivas esposas, en un restaurante de la calle Alcalá de Madrid a finales de este verano. Vino acompañado de un cuidador, que le ayudaba a moverse.

Durante la comida Matías que era un gran comunicador, apenas habló: el rostro contraído, sus ojos negros dilatados, la mirada a ratos con nosotros, a ratos con el infinito que ya vislumbraba. Cuando volví en octubre a Las Palmas, comuniqué a Fernando Canellada, también amigo apreciado, el estado de Matías que, por desgracia, acaba de ser definitivamente confirmado.

No voy a hablar de su fama, su valía, sus méritos, reconocidos en el mundo entero. Pero si voy a salpicar este artículo, con una juventud ajena a vanidades y próxima a mi afecto, en materias que la mayoría desconoce. Matías «el herreño», era cuatro años mayor que yo y en muchos aspectos —no solo en la pintura— fue mi Maestro. Vivía en la pensión de un familiar en la calle General Vives, junto al Bar el Rayo (magníficos rebozados a la salida del cine Santa Catalina) y el Parque del mismo nombre.

Salíamos, a veces, con otras y distintas amigas. Nos bañábamos con ellas en la Playa de la Peña de la Vieja, Matías usaba un bañador blanco que tapaba sus rodillas. Muchas tardes paseábamos por la Avenida de las Canteras, donde, a veces, coincidíamos con Martín Chirino, Padorno y los hermanos Gallardo.

Matías, normalmente, iba con un traje negro, lo que hacía que algunos le llamaran el «Brujo». Formó parte de aquella utópica y querida Iglesia Cubana, de la que era Obispo. Esta Iglesia a la que también pertenecía Arturo Cantero —gran amigo de Matías— era la única Iglesia que se reconocía atea. Leíamos e intercambiamos libros y entre ellos la Montaña Mágica de Thomas Mann.

Le impresionó tanto el libro, que me confesó que creía que estaba tuberculoso. Yo le dije que leyera, con mayor detenimiento la confesión de Hans Castorp a Claudia Chauchat. «Se le desencajaba el rostro al ver la rodilla de Claudia, la línea de su pierna, su espalda, su vértebra cervical, asomando por el cuello de su blusa que comprimían sus pequeños pechos, en una palabra su cuerpo, aquel cuerpo de una carnalidad terriblemente acentuada por la enfermedad, aquel cuerpo convertido doblemente en cuerpo». Me lo agradeció.

Escribí en LA PROVINCIA, una serie de artículos titulados «Personajes de la Playa Las Canteras», incluyéndole a el como uno de esos destacados personajes. Gracias al artículo muchos amigos y lectores, se enteraron de que Matías, que parecía tan frágil, era un buen deportista.

A la salida del Colegio Viera y Clavijo, junto al Balneario, practicaba la lucha canaria y hasta participó en carreras pedestres, clasificándose una vez para el Campeonato de Canarias. Tenía un apartamento en la calle Luis Morote, donde nos reuníamos con Arturo, Victor Lezcano, y otros amigos. Era generoso y nos homenajeaba con cerveza y tortilla española. ¡Como la echaremos de menos!

Curiosamente la vida nos llevó, por diferentes causas, a vivir en Madrid. El en un bello apartamento cerca del Museo del Prado y del Parque del Retiro. Por aquel entonces, habíamos formado un grupo llamado «La Pajarera», del que fue el alma mater Agustín Guimerá y yo su presidente. Nos reuníamos en la Casa de Canarias, donde cenábamos con algún personaje relevante, como José Luis Sampedro. Normalmente, Matías siempre llegaba el último. A veces almorzábamos en la Gran Peña, de la calle Alcalá, donde se olvidaba de llevar la obligada corbata. Era un sabio olvidadizo.

A tan gran figura cultural canaria, no se puede dejar en el olvido. Hay que pensar en homenajes, una estatua, una calle... En resumen, dejar patente a las generaciones futuras que hubo un buen hombre que llevó el nombre de Canarias a todas las partes del mundo.

Ese hombre se llama y se llamará siempre Matías Díaz Padrón.

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