La suerte de besar

Ajedrecista o Agustina de Aragón

Mercè Marrero Fuster

Mercè Marrero Fuster

Lo que está sucediendo tras la entrada en vigor de la norma del ‘solo es sí es sí’ se percibe como una banalización de la vida pública y como una falta de seriedad a la hora de tratar un tema prioritario para la sociedad.

Varios compañeros de mi trabajo son buenos ajedrecistas. Jamás les he visto delante de un tablero ni hemos hablado sobre el tema, pero lo sé. A la hora de afrontar un problema complejo, sopesan todas las posibilidades. Qué pasará si hago esto o cómo reaccionará si digo aquello. El resultado es que son grandes gestores y que trabajar a su lado es un lujo porque su manera de resolver conflictos o de abordar cuestiones del día a día jamás es evidente.

Mi psicólogo, a quien amo, cree que debería calmar mi instinto Agustina de Aragón. Al contrario de un buen ajedrecista, yo saco los cañones y me pongo el sosiego por montera. Soy la evidencia personificada. Un auténtico desastre. En el ámbito de la política son necesarias figuras de ajedrecistas. Conozco a una mujer que es una flecha incidiendo en políticas públicas. Estudia las normas, analiza sus posibles interpretaciones y es especialista en hacer el trabajo de una hormiguita. Se pasa media vida en Madrid, hablando con unos y otros, preguntado a expertos, explicando las necesidades de los colectivos a quien desea que protejan las normas aún no publicadas, seduciendo con sus argumentos y llegando a consensos. No querría jugar jamás con ella una partida de ajedrez.

Entiendo que los buenos políticos deberían aprender algo de esta manera de hacer a la hora de proponer reformas legislativas. Tener claros cuáles son sus objetivos, ser poco protagonistas, rodearse de gente experta y preparada y llegar a pactos con el máximo número de agentes posibles. La ministra Irene Montero y su ley del ‘solo sí es sí’ es, en mi opinión, un claro ejemplo de todo lo contrario y de lo que no debería hacerse a la hora de legislar y de confeccionar políticas públicas que redunden en el bien común y, en este caso, en el supuesto bienestar de las mujeres.

Muchas personas tenemos la sensación de que la norma se ha ideado y gestado en las manifestaciones, se ha debatido en Twitter y se ha defendido a golpe de titular. Que, en los días posteriores a su entrada en vigor, los tribunales hayan excarcelado a cinco delincuentes sexuales, se hayan rebajado al menos doce condenas por abuso sexual y deban revisarse otras tantas es la peor de las noticias. Ante todo, para las víctimas, que vuelven a revivir el calvario y a padecer la desprotección, pero también para el resto de la sociedad. Porque el resultado de todo este periplo se percibe como una banalización de la vida pública. Porque parece que es una norma personalista que no ha logrado el consenso de todo un Gobierno de izquierdas. Porque publicar una norma con fisuras técnicas transmite poco rigor y falta de seriedad. Porque el ataque de Pablo Iglesias en Twitter al silencio de la vicepresidenta del Gobierno, Yolanda Díaz, se interpreta como una rabieta de quien quiere seguir mandando en la sombra y porque, en general, hay una falta de clase y de finezza que las mujeres, y tampoco los hombres, de este país no merecemos.

Ciertas cosas merecen ser gestionadas estratégicamente y no a golpe de cañonazo. Las Agustinas de Aragón pueden llegar a ser valiosas en ámbitos que no sean políticos. Para asuntos serios, juguemos al ajedrez.

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