Un carrusel vacío

El arte o la vida

Dos ecologistas se pegan con pegamento a los marcos de las Majas de Goya en el Prado.

Dos ecologistas se pegan con pegamento a los marcos de las Majas de Goya en el Prado. / EFE

Marina Casado

Marina Casado

Desde hace un tiempo, la última moda para defender el futuro del planeta es atentar contra el arte. A esa brillante conclusión han llegado una serie de individuos que se hacen llamar “ecologistas”, que han actuado en distintos museos europeos, protagonizando actos vandálicos contra célebres pinturas para llamar la atención del mundo, para transmitir el mensaje de que las consecuencias del cambio climático serán irreparables si la humanidad no se conciencia ya.

En los últimos meses, hemos asistido a episodios traumáticos, como el día en el que dos activistas de Letzte Generation lanzaron puré de patatas a una obra de Claude Monet en el Museo Barberini de Postdam, o cuando otros dos de Just Stop Oil arrojaron salsa de tomate a Los girasoles de Van Gogh en la National Gallery de Londres. También es recurrente la idea de pegarse partes del cuerpo al cuadro: esta genialidad ya la ha sufrido, entre otros, Masacre en Corea, de Pablo Picasso (expuesto en el National Gallery of Victoria de Melbourne), y hace unas semanas llegaba a nuestro Museo del Prado, cuando dos postadolescentes pertenecientes a un colectivo conocido como “Futuro Vegetal” se pegaron las manos a los marcos de Las majas de Goya. Esta organización, que ha pretendido usar el trabajo del insigne pintor como escaparate, no cuenta con un año de vida ni llega al centenar de miembros, y se define en su web de la siguiente manera: “un colectivo de desobediencia civil y acción directa que lucha contra la crisis climática mediante la adopción de un sistema agroalimentario basado en plantas”.

Resulta triste pensar que, en 1936, gente como Rafael Alberti y María Teresa León –y decenas más de milicianos– hubieran dado su vida para resguardar los cuadros ante la amenaza de las bombas, en plena Guerra Civil, y ahora tengamos que aguantar que un puñado de niñatos irresponsables sin pizca de sensibilidad artística se crean en el derecho de amenazar nuestro patrimonio cultural para lanzar al mundo su mensaje de “la ganadería es la causante de todas las desgracias planetarias”. El veganismo es una opción perfectamente respetable, pero jamás debieran imponerlo. Estoy segura de que existen muchas formas alternativas de luchar por el planeta, incluso dirigidas a ese ámbito concreto, sin tener que llegar a ignorar nuestra condición omnívora.

Pero no nos alejemos de la cuestión. La cuestión es que ni Goya, ni Monet, ni Van Gogh o Picasso tienen la culpa de que estemos destrozando la Tierra. La consigna de aquellos que atentaron contra Los girasoles me parece aberrante: “¿Qué tiene más valor, el arte o la vida?”. Acudiendo al refranero español, eso se llama “mezclar las churras con las merinas”. Porque el arte es una parte de la vida, una de las más bonitas. Personalmente, no concebiría la una sin el otro. Los museos están llenos de emociones, historias, muertos que se pasean por sus galerías y nos gritan desde el otro lado del lienzo. ¿Por qué es necesario destrozar para evitar otro destrozo? ¿Por qué estas personas, que debieran ser un ejemplo de cómo cuidar y respetar lo que pertenece a toda la humanidad, están demostrando lo contrario?

Lo que consiguen con su prepotencia es, precisamente, que el mundo los contemple como a criminales. Que los escépticos del cambio climático asocien el discurso de lucha con su irresponsabilidad. Que la mayoría sintamos antipatía y rechazo. El arte es vulnerable y frágil, sí; como la belleza en todas sus formas. Como las criaturas en peligro de extinción, como la empatía o la solidaridad humana. Atentar contra esa fragilidad es un signo de derrota, la demostración de que vivimos en ese “mundo absurdo que no sabe a dónde va” que decía Aute.

Lo paradójico es que el arte ha sido, desde siempre, la trinchera de los idealistas, el cuartel general desde el que intentar cambiar el rumbo de la sociedad, la estación de los sueños. El arte ha ayudado a todas las luchas; por eso no comprendo que hayamos llegado a este punto. Los vándalos insisten en que siempre han estudiado y planificado sus actuaciones para no causar profundos desperfectos en las obras, pero el mero hecho de ensuciarlas o amenazarlas me parece una osadía intolerable. Y confirma mi teoría de que el origen de todos los males se encuentra en la falta de sensibilidad. Es algo compartido por aquellos que no respetan el planeta y por los que no respetan el arte.

En cualquier momento, visitando un museo para refugiarnos unos instantes de la realidad, aparecerán dos individuos armados con cubos de pintura que, como los pistoleros de los viejos westerns, nos amenazarán con la tradicional consigna, levemente modificada: “¡Alto! ¡El arte o la vida!”.

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