Un carrusel vacío

La última cruzada de Disney

La última cruzada de Disney

La última cruzada de Disney

Marina Casado

Marina Casado

Vivimos en un mundo extraño, culturalmente hablando, en el que se tiende a despreciar las expresiones artísticas del pasado por no coincidir plenamente con los valores de este tiempo y, sin embargo, no hay el suficiente talento para crear algo nuevo que sorprenda, que nos haga apostar por el presente. La respuesta de este siglo es reinventar lo que ya existía y lograr un peor resultado, en muchos casos; pero el producto final es aceptado por la sociedad porque es lo políticamente correcto, dentro de los cánones de la época. He comentado en ocasiones anteriores lo que sucede en el ámbito musical con las versiones que los artistas contemporáneos hacen de temas antiguos. Es paradigmático el caso de Rosalía, gracias a la cual a los jóvenes les gusta la copla y algunos ni siquiera lo saben y se atreven a criticar a los que sí somos conscientes de nuestras preferencias. Porque la copla es «una ranciedad”…

Hablemos ahora de cine y de la adaptación que Robert Zemeckis ha hecho del clásico de animación de Disney Pinocho (1940). La principal polémica estriba en el color de piel del Hada Azul, que en la original era rubia y de ojos azules –inspirada en la actriz Evelyn Venable– y en la nueva está interpretada por Cynthia Erivo, una actriz negra. A mí no me inquieta que el Hada Azul no sea rubia, la verdad, pero sí la obsesión de la nueva etapa de Disney por perseguir lo políticamente correcto. Porque este no es un detalle aislado o espontáneo, sino que hay que enmarcarlo en una tendencia que lleva ya unos cuantos años funcionando en los llamados live-action de clásicos de la compañía: películas de animación versionadas con actores «de carne y hueso”.

En mi opinión, Disney está de capa caída y ya no sabe qué inventar –se le acaban los argumentos de animales que bailan en las últimas obras en colaboración con Pixar–, y tratan de aprovecharse de la nostalgia y del éxito que tuvieron los clásicos para colgarse la medallita del compromiso social. Toman de estas películas de antaño la estética, los personajes y las canciones, y cambian lo que les interesa. Así, la Bella Durmiente no despierta gracias al beso del Príncipe Azul –¡un violador en potencia!–, sino al de Maléfica, una Maléfica interpretada por Angelina Jolie que ha perdido toda su malignidad para convertirse en una madre abnegada. En Dumbo, desaparece esa exquisita y surrealista escena de los elefantes rosas –se convierten en unas burbujas de jabón sin gracia ninguna–, porque, ¿cómo va a emborracharse el elefante? ¡No atentemos contra la inocencia infantil! Ariel, la sirenita pelirroja, también es negra, porque alguna reivindicación había que meter ahí. Y en Pinocho se ha perdido la chispa de los diálogos, el humor y la ironía. Cómo pensar ahora en aquellas estatuas gigantes de indios lanzando puros a los niños en la Isla de los Juegos…

Pues bien, yo vi a esos indios una y mil veces y jamás he sentido el deseo de fumar. Tampoco me he hecho alcohólica por alucinar con los elefantes rosas ni los besos en Blancanieves o en La Bella Durmiente me han alejado del feminismo. Y desde luego, nunca he adoptado posturas racistas ni se me ha ocurrido rechazar a ningún personaje por el color de su piel. Dos de mis «princesas Disney» favoritas siempre han sido Esmeralda, la gitana de El Jorobado de Notre Dame, y Mulan, la joven china que se disfrazaba de hombre para poder sustituir en la guerra a su anciano padre. Pero ahora ocurre que, si dices algo bueno de las versiones originales, siempre sale el típico listo que te acusa de conservadurismo.

Partamos del hecho de que Disney no inventó nada, sino que adaptó cuentos tradicionales de Perrault, Andersen o los hermanos Grim. Me parecería maravilloso que ahora la compañía decidiera crear nuevas versiones partiendo de las fuentes originales, como en su día hicieron, y que le añadieran todos los valores contemporáneos que consideraran oportunos. Serían historias diferentes, tendrían su propia personalidad. Sin embargo, la idea de aprovecharse de los elementos nostálgicos –escenarios, vestuario, canciones…– y modificar las partes que no consideran «políticamente correctas» es una forma de censurar las obras originales para reescribirlas en el modo en el que este siglo dictamina que deben ser. Se ha convertido en una auténtica cruzada contra el pasado. Hay falta de creatividad y muchas ganas de que nada se salga del tiesto, por eso no se atreven a sacar algo verdaderamente nuevo. Bien sé que mi opinión puede ser tremendamente impopular en ciertos sectores, pero eso no me hace menos progresista ni me impedirá continuar defendiendo el papel de los indios repartidores de puros en Pinocho…

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