Vuelva usted mañana

Derecho penal y juego político

Reforma del delito de sedición.

Reforma del delito de sedición.

José María Asencio Mellado

José María Asencio Mellado

Las normas, penales o no, tienen la función de regular las relaciones entre los ciudadanos y de estos con el Estado y siempre con vocación de generalidad. No puede la ley, en un sistema democrático, dictarse para un caso determinado o para personas o grupos más o menos identificados. Cuando así se hace se entra de lleno en un terreno propio de los modelos autoritarios. La línea que divide ambas actitudes es sutil, pero no debe traspasarse confundiendo lo político y lo legal, poniendo esto último al servicio de lo primero.

Las reformas que se van a aprobar, con seguridad, en materia de sedición y malversación tienen nombres y apellidos y una finalidad expresa que no puede confundirse con la de ofrecer soluciones al problema del independentismo, lo que ya se hizo con el indulto, sino que busca garantizarse el apoyo parlamentario que necesita el gobierno para mantenerse este último año de legislatura. La prueba más evidente es que no existía ninguna necesidad de afrontar esta reforma en este momento. Ninguna.

Las normas proyectadas responden a objetivos muy concretos. Cualquiera que sea, pues, la lógica de la reforma anunciada, queda ésta devaluada ante la realidad de la razón que la impulsa, excesivamente partidista e interesada.

La malversación es un delito cuyo bien jurídico protegido es la Administración Pública, los fondos públicos que pertenecen a todos, no a los políticos, siendo indiferente que el que usa el erario de manera ilícita lo destine a su propio beneficio o al de terceros. Atender al ánimo de lucro implica alterar la esencia misma de ese delito en su redacción actual y, por tanto, despenalizar conductas de expolio de lo común. La modificación de este delito en 2015 tenía como objetivo luchar contra la corrupción y controlar en mayor medida el uso de lo que es de todos; el erario público se ve afectado siempre que se usa para fines incompatibles con la buena administración de lo que pertenece a los ciudadanos, no a los partidos, ni a los funcionarios en general. El cambio anunciado desatiende en mayor medida que hoy la protección de lo que es titularidad de quien paga, el ciudadano, en favor de privilegios de la clase política más impune de nuestra historia reciente. La reforma, por tanto, subordina la protección general y amplía el marco de impunidad de la clase política.

De prosperar, esta modificación repercutirá en los investigados y condenados en Cataluña y, sin duda alguna, por mucho que se intente disimular, en muchos condenados por corrupción y en primer lugar, los que lo fueron por los ERES de Andalucía. No olvidemos que la referencia a reducir las penas por malversación cuando no existiera enriquecimiento personal se empezó a plantear tras la condena de Griñán. El interés del PSOE por exonerar a los suyos no es una mera hipótesis.

El delito de enriquecimiento ilícito no puede sustituir a lo que se reforma. Este delito, normal en Iberoamérica, es muy complejo de probar y plantea problemas de constitucionalidad. Habrá que esperar a ver su redacción y su eficacia real sin atentar al derecho a la presunción de inocencia. Se exige una buena técnica legislativa, que está reñida con la propaganda y la urgencia mediática. El escepticismo debe primar cuando se juega con conceptos muy complejos.

La reforma del delito de malversación, no obstante y si se prescinde de la razón que la ha animado, no debería en sí misma ser merecedora de las críticas extremas que se han formulado, pues responde a la situación existente hasta 2015. La radicalización de la sociedad lleva a confundir todo en una simplificación que responde a la confrontación irracional.

Volver a la situación anterior a 2015 podría ser aceptado como normal, como opción legítima. Hubo en su momento penalistas que criticaron aquel cambio que identificada malversación y administración desleal. Es, pues, opinable lo que existía, lo que existe y lo que se propone en el marco de un debate jurídico riguroso.

El problema de la reforma que se anuncia es, sin embargo, que no responde a una concepción jurídica del delito, sino que viene inspirada por unos intereses muy concretos, por una inclinación hacia el derecho penal “ad hoc”, elaborado para un caso determinado, unos sujetos identificados y unos intereses particulares.

Lo que podía y debería ser objeto de reflexión jurídica se ve anulado por los fines inmediatos perseguidos mediante el uso no correcto del Código Penal. Y esto hace devenir la reforma en ilegítima, aunque sea legal.

El objetivo de la desjudicialización que se está promoviendo con fuerza se traduce en falta de control de la política y los políticos, solo sometidos, se quiere, a responsabilidad política. Las elecciones, parece obvio, por mucho que la izquierda moderna se empeñe en lo contrario desde su visión autoritaria de la sociedad, no pueden lavar el delito, ni la voluntad popular elevar a la categoría de normal lo que debe ser ilícito. La responsabilidad penal no se dilucida en las elecciones, sino en el proceso y ante los tribunales. Responder ante Dios y ante la historia no puede ser sustituido por hacerlo ante las urnas.

Siendo el objetivo pretendido el de premiar al independentismo y a los militantes socialistas condenados, lo razonable hubiera sido el indulto ampliado a todos a los que se quería beneficiar con el perdón. Pero eso suponía pagar un precio político muy elevado. Y Sánchez nunca duda entre él y la sociedad, incluso entre sus objetivos y los de su partido.

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