Isla martinica

Leguina como síntoma

Hay dos tradiciones en la izquierda española: una, la adanista, la que se cree el centro del universo, inaugurada por Zapatero y continuada por Pedro Sánchez en la historia reciente de España; la otra, la del consenso, propiciada por el clima de convivencia de la Transición del 78, hace mucho que se encuentra perdida, alejada de las posiciones de poder.

La primera tradición es, pues, la que gobierna en nuestro país coligada con las fuerzas de la discordia y el soberanismo racista. Sin embargo, de vez en cuando, se oyen voces, dentro de la propia izquierda, que mantienen el discurso de la sensatez, incluso el de la cordialidad. Una de ellas es la de Joaquín Leguina, el último socialista que alcanzó el gobierno de Madrid. Pero, ni siquiera este hecho histórico le ha valido para que los intolerantes del averno adanista le hayan salvado de la definitiva expulsión de las filas del PSOE. Y todo por participar en un acto al que asistía la indomable Isabel Díaz Ayuso. Por más que explicase que semejante acción no iba en detrimento del partido, y mucho menos constituía una afrenta ideológica a los principios progresistas, nadie se ha dignado escucharle. Además, su talante conciliador, dialogante y tabernario, en el buen sentido de la palabra, ha jugado en su contra. La izquierda de hoy no se distingue, precisamente, por su capacidad para la tolerancia, la deseable empatía frente al que piensa de manera distinta a la establecida. Por ende, ¿cómo se pretendía que los dirigentes del PSOE del Sánchez más hostil fueran a prestar oídos al disidente? Leguina tenía los días contados desde que se atrevió a buscar el consenso antes que el odio, el discurso antes que el eslogan, la razón antes que el dogma.

Ni en la peor de sus pesadillas se lo imaginaría, pero Leguina es el síntoma del principal problema que aqueja a la izquierda nacional: la ausencia de libertad. No se puede argüir en contra de los dictados del sanedrín aupado a las esferas de poder; no se puede comprender, tolerar o siquiera razonar con el opositor, quizás porque, tras el contacto, parece que uno va a quedar fatalmente infectado de su ideología. En el fondo, la izquierda actual rehúsa la confrontación de ideas y argumentos porque se cree en inferioridad intelectual, aunque la imagen que se traslade a los medios de comunicación sea singularmente la contraria. Lo podemos ver, hora tras hora, día tras día, en las cabeceras afines, especialmente en los canales de televisión, en los que el disidente es silenciado en el mismo instante en el que se aprecia que su razonamiento se halla por encima de las voces de los representantes del gobierno. Tan característica es la estrategia que el espectador piensa que le están tomando el pelo o, tal vez lo peor, que el orador pudiera llegar a hacer cambiar de opinión al televidente. Esta izquierda insegura, mostrenca, rancia en más de una ocasión y totalitaria en sus aspiraciones, es la que ha defenestrado a Leguina. Por supuesto, el cántabro se merecía algo mejor de sus correligionarios políticos, al menos una consideración moral y personal que ha brillado por su ausencia. Hasta en esto, la izquierda padece de un insufrible adanismo, puesto que ni siquiera reconoce el valor histórico de sus paladines, de aquellos hombres o mujeres que dieron lo mejor bajo las siglas de un partido. Sin importar el signo político, todas las formaciones, si por algo se han distinguido, claramente las que ostentan una tradición secular, es por el respeto a sus mayores. No obstante, este PSOE se ha dejado podemizar hasta el extremo de hacer suyos los discursos cainitas de un Iglesias o un Monedero, personajes de lo más siniestro, que jamás deberían haber saltado a la arena pública.

En conclusión, Leguina es el último custodio de la tradición de consenso, que ha visto como el alocado planteamiento del rencor y la ignominia sigue ganando la batalla de las ideas en la izquierda.

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