El ojo crítico

Qué hacemos, ¿los echamos?

Isabel Díaz Ayuso durante la sesión de control en la Asamblea de Madrid.

Isabel Díaz Ayuso durante la sesión de control en la Asamblea de Madrid.

Fernando Ull Barbat

Desde hace algunos años la ciudad de Madrid se ha convertido en lugar habitual de inversiones inmobiliarias de ciudadanos de países del centro y sur de América que, buscando estabilidad económica y personal, deciden trasladarse a vivir a nuestro país para iniciar una nueva vida. Son personas con nivel económico elevado que huyen de la violencia y de la inestabilidad política buscando servicios públicos eficientes y una seguridad personal que no tienen en sus países de origen. Es evidente que, además de por estos motivos, se encuentran cómodos en una comunidad autónoma gobernada por una facción del Partido Popular, me refiero al ayusismo, con claras conexiones con el trumpismo. Compran casas en el centro de Madrid y se mueven por los mismos lugares. A esto se le llama la pequeña Miami. Como era de esperar ya han surgido voces quejándose de esta llegada de extranjeros ya que, al parecer, desplazan del centro de Madrid a ciudadanos españoles que no pueden comprar pisos de precios altos. Hay que recordar que estas familias vienen a España por nuestra calidad democrática y nuestra estabilidad económica y social. No para invadir nada. Y no lo hacen aprovechándose de nadie. Compran los inmuebles que están a la venta. ¿Se les puede prohíbe comprar casas en España?

También desde hace algún tiempo ha surgido una nueva polémica en Valencia. Cuenta la capital de la Comunidad Valenciana con una universidad que intenta ser una de las más reconocidas de Europa por la calidad de su formación académica. A este intento de conseguir renombre internacional se une el hecho de que Valencia está muy bien valorada en el extranjero por su calidad de vida. Ni demasiado grande ni demasiado pequeña. Consecuencia de ello es que centenares de estudiantes extranjeros y de otras ciudades españolas eligen Valencia para estudiar alguno de los grados y másteres que se ofertan. Para acomodar a todos estos jóvenes varias promotoras inmobiliarias han comprado y rehabilitado edificios que se encontraban abandonados para alquilar sus pisos a los universitarios. Como era de esperar grupos formados por diez o veinte personas se han erigido como garantes de no se sabe muy bien qué esencia del barrio tradicional, se han dotado de pomposas denominaciones que aluden a la defensa del único modelo de ciudad digno de existir, el que les beneficia a ellos por supuesto, y han alzado la voz en contra de los pisos rehabilitados de edificios que van a ser ocupados por estudiantes y que hasta hace dos días estaban en ruina. Es decir, que vengan estudiantes y que paguen las matrículas de sus estudios pero que se vayan a vivir a cuarenta kilómetros.

Y en tercer lugar nos encontramos con el falso sempiterno culpable de que el precio de los pisos en alquiler y en venta suba cada año sin que aquellos que prometieron cuando estaban en la oposición que iban a solucionar hayan conseguido nada: me refiero a los pisos turísticos. Siguiendo el ejemplo de los edificios con apartamentos en alquiler para estudiantes, los pisos turísticos han servido en todas las ciudades donde se han implantado para rehabilitar edificios y hacer habitables barrios enteros. Hasta hace no muchos años los barrios del centro de las ciudades eran los más degradados y a menudo con problemas de delincuencia. Barrios en los que, gracias al colectivo LGTBi y a los particulares que invirtieron su dinero en viviendas para alquiler de corta estancia a viajeros españoles y extranjeros, se dio paso a negocios que distan mucho de aquellos colmados grasientos que había en España en los años 80. A pesar de que en la Comunidad Valenciana la proporción de pisos turísticos respecto al total de inmuebles es de tan sólo un 2% se les ha culpabilizado de la subida de los precios del alquiler como una manera de esconder la incompetencia en resolver el problema de la vivienda. Hace unos años, cuando se puso de moda irse a vivir a un adosado, no hubo problema porque había campo para todos. Todo cambió cuando se inventó el término urbanita. De repente todo el mundo quería vivir en el centro porque era lo moderno y lo cool y comenzaron a buscarse culpables de que no hubiese todas las viviendas libres que estos urbanitas necesitaban: los turistas.

A mí todo esto me suena a racismo y a xenofobia, a expulsar a los que no son como yo. Tenemos el racismo tradicional, el de la extrema derecha que afirma que los inmigrantes vienen a quitar a los españoles el trabajo. Pero también ha surgido otra clase de racismo, el nacionalista que piensa que las ciudades deben ser para los locales. Para dulcificarlo y que no los llamen racistas se han inventado términos como turistificación, gerintrificación, turismo masivo y otros semejantes. En la Europa del siglo XXI pretender que nuestras ciudades sean las mismas que hace cincuenta años, es decir, sin extranjeros y con las costumbres religiosas, agrícolas o paisajistas que tenían nuestros abuelos, es ridículo y propio de catetos.

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