Observatorio

Dulce Navidad

Dulce Navidad

Dulce Navidad

Humberto Hernández

Humberto Hernández

No sé si es una experiencia exclusivamente personal, pero en mi entorno, en el que hay, como es natural, personas de distintos niveles socioculturales, son muy pocos los que confiesan leer prensa amarilla y seguir con asiduidad programas sensacionalistas de la televisión; casi todos refieren ver los documentales de la dos y la mayoría dice detestar las fiestas navideñas. Sin embargo, la audiencia de esos nefastos e inmorales programas (huelga citar sus nombres) aumenta y aumenta cada día más, y las navidades se celebran con evidente (¿aparente?) alborozo y extraordinaria competencia entre las grandes ciudades en la exhibición luminaria (millones de leds y conos multicolores, como árboles de una distópica Navidad). A mí, lo confieso, me gustaban las navidades de mi infancia, cuando cantábamos divinos, hacíamos los portales con figuritas de barro y musgo de verdad y comíamos dulces, muchos dulces. Pienso si tal vez no serían aquellas dulces navidades de nuestra infancia el origen de las actuales restricciones glucémicas a que debemos someternos quienes ya tenemos una cierta edad.

Pero, sí; comíamos muchas golosinas: caramelos, pirulines, chupetes y regalises o regalíes, que comprábamos en el carrito de la esquina, en el estanco del barrio o en la dulcería. Porque en aquellos tiempos había dulcerías que, por supuesto, vendían dulces. Por eso me extrañó sobremanera que en días pasados, cuando quise comprar unos dulces para un regalo y pregunté por una dulcería en mi barrio me recomendaron una «pastelería», en la que encontraría, me dijeron, una oferta muy variada. Y, efectivamente, en el rótulo se anunciaba «Pastelería XXX». Luego indagué por los alrededores y en la ciudad y en la red, y, efectivamente, encontré mayoritariamente esta denominación para el establecimiento en que se vendían los dulces que yo buscaba, pues es con el nombre de «dulcería» como conocemos en las Islas a los lugares en donde se encuentran, las delicadas exquisiteces elaboradas con harina, manteca, huevos o almendras, con azúcar o miel, cocidas al horno y recubiertas de crema, chocolate o mermelada. Los pasteles, pequeños y de hojaldre y de forma circular, con relleno generalmente de cabello de ángel o dulce de membrillo, y espolvoreado de azúcar, propios de la época navideña, también los consideramos dulces y se vendían, por lo general, en las dulcerías. Entonces, ¿por qué me enviaban a una pastelería y no a una dulcería?.

He confesado reiteradamente que no participo de ninguna actitud purista y que reconozco, cómo no, el carácter mutable de la lengua, esto es, su permanente estado de cambio y evolución (solo las lenguas muertas son inmutables). Las lenguas se enriquecen con nuevas palabras, los neologismos; unos, de propia creación (hartanga o mimo, por ejemplo), otros, importados de otras lenguas (queque o piche); sin embargo, esta actitud aperturista no puede ir en perjuicio de nuestra modalidad lingüística, simplificándola y eliminando la riqueza que supone la presencia de sus rasgos lingüísticos propios en todos los niveles de la lengua. Así, del mismo modo que usamos, sin complejos, guagua, gofio, millo, baifo y magua (conscientes de que también son nuestros los cuasisinónimos geolectales autobús, maíz, cabrito o desconsuelo) no tenemos por qué renunciar a nuestros dulces ni a nuestras dulcerías por considerar más elegante la forma del español septentrional, como ocurre cuando se prefiere patata a papa, zambullirse a margullar, conducir a manejar, parachoques a defensa o castaño a canelo. Bueno será que conozcamos los equivalentes de otra u otras modalidades del español, pues así conoceremos mejor nuestra lengua, mas primero utilicemos y mantengamos vivas las nuestras, solo así reforzaremos nuestra identidad de una forma permanente y no de manera ocasional, como ocurre cuando solo nos emocionamos y nos reconocemos como canarios si escuchamos el pasodoble Islas Canarias y nos encontramos fuera del terruño.

Utilizar nuestras palabras es mantener vivo nuestro más preciado patrimonio cultural, tangible e intangible, pues mientras viva la palabra existirá la realidad a la que hace referencia. Razones por las que ahora en estas fiestas tan dulces (o edulcoradas) deberíamos revitalizar nuestras dulces voces y sus correspondientes referencias.

Nombremos ―o renombremos― adecuadamente al bizcochón y al queque (como se ve, no rechazo el anglicado canarismo que procede del inglés cake), pues, si coexisten las dos voces es porque existen distintas realidades: ¿será el bizcochón la torta grande, con forma cilíndrica, cuya masa esponjosa está compuesta de harina, huevos y azúcar, y hecha al horno, y el queque el de la masa compuesta de la flor de la harina, huevo, mantequilla y azúcar, con pasas y almendras, que se hace de diferentes formas y tamaños y también se cuece al horno? Me consta que existe diferente distribución para estas voces en el territorio insular, y la Academia Canaria de la Lengua registra estos sentidos como los más comunes en su Diccionario Básico de Canarismos. Agradeceríamos a nuestros dulceros y reposteros la necesaria unificación terminológica en este ámbito, no solo en lo semántico sino también, a veces, en lo formal (he visto keke en algún envoltorio de estos exquisitos dulces).

Degustémoslos, ahora que nos asedian con el panetone y el roscón de Reyes. Recordemos que ahí están los rosquetes (de Guía), los bizcochos (de Moya), las quesadillas (de El Hierro)... Y qué decir de nuestros mimos o suspiros: ¿habrá metáforas más delicadas y evocadoras para ese dulce de forma redondeada y cocido al horno, hecho con clara de huevo, azúcar y raspas de limón, que en otras modalidades dialectales denominan merengue? Y, como no tenemos ríos, las truchas, por estas latitudes, se han transformado en deliciosas empanadillas que se suelen rellenar de almendra molida, batata guisada o cabello de ángel. Constituyen también las truchas otro rico y dulce manjar navideño.

La hartanga, como los pasteles y las truchas, constituía uno de los productos típicos navideños. Consistía (o consiste, espero) en una cesta o lote de productos comestibles que se suele rifar por estas fechas. Nos vendría bien a quienes nos preocupamos de estos asuntos lingüísticos cualquier información acerca del origen o de la etimología de esta voz que corre el riesgo de desaparecer.

Es también autóctono nuestro turrón, pequeño dulce, por lo general en forma circular, elaborado con una masa hecha especialmente de gofio, almendras o manises, y miel. Poco tiene que ver nuestro turrón con el de Jijona, en donde tampoco tendrán turroneros ni turroneras que vendan estos típicos dulces en puestos de las fiestas locales y que inmortalizara nuestro admirado Pancho Guerra en la canción «Somos costeros»: «Hoy no cantamos ¡Sardinas frescas! / Hoy pregonamos ¡Viva la fiesta! / Echa ron, ventorrillero / turronera, pon turrón».

¿No son estas –con mucha moderación-- unas muy buenas alternativas para una dulce Navidad?

Muchas felicidades.

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