A la intemperie
Un cocido
No puedo ir por dos calles a la vez, pero puedo ir por una imaginando que voy por otra. Iba ayer por una calle de Madrid imaginando que iba por una de Buenos Aires, cuando me tropecé con un amigo que se detuvo a saludarme.
-¿Qué haces por aquí? -preguntó.
Por un momento no sabía si se refería a Madrid o a Buenos Aires, de modo que salí del paso preguntándole qué hacía él. Me dijo que había quedado a comer con unos periodistas en un restaurante cercano que casualmente era argentino, lo que contribuyó a aumentar mi confusión. Tras despedirnos, continué caminando por aquella calle de Buenos Aires, trasplantada circunstancialmente a Madrid, cuando sentí que empezaba a llover. Saqué el móvil, busqué el tiempo en Buenos Aires y, efectivamente, estaba lloviendo. Daba gusto caminar bajo aquel aguacero que no mojaba porque en Madrid hacía sol. No obstante, procuraba ir pegado a las fachadas, buscando la protección de las cornisas.
Resultó ser un chaparrón de primavera, que es la estación en la que se encuentran ahora allí, de modo que duró poco, aunque dejó un agradable olor a ozono. Al cesar la lluvia imaginaria, sentí el frío real de Madrid y cogí un taxi para volver a casa, pues entre unas cosas y otras se me había hecho la hora de comer. Resultó que el taxista era polaco, de Varsovia. Llevaba ya quince años en España y me estuvo contando sus aventuras y desventuras antes de establecerse definitivamente en nuestra capital. Me habría gustado conocer Varsovia para imaginar que recorríamos las calles de aquella hermosa ciudad, pero nunca estuve allí. Entonces traté de imaginar que estaba donde estaba, es decir, en Madrid. Imaginar que estás en Madrid estando en Madrid parece una tontería, pero lo cierto es que la realidad adquiere unas tonalidades diferentes cuando lo imaginas.
Le pedí al taxista que me dejara antes de llegar, para dar un paseo hasta mi casa, a la que volví imaginando que yo era yo, lo que a primera vista parece fácil, aunque no lo es porque nos pasamos media vida imaginando, sin ni siquiera darnos cuenta, que somos otros. De modo que aquel regreso inesperado a Madrid y a mí mismo me gustó tanto que abrí un bote de cocido, lo calenté en el microondas y me sentó de maravilla.
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