Vuelva usted mañana

Políticos para todo

Pedro Sánchez y Nadia Calviño.

Pedro Sánchez y Nadia Calviño.

José María Asencio Mellado

José María Asencio Mellado

La política es para algunos un arte, para otros, un oficio. Y para mí, que me muevo en el terreno de la duda, no ya del asombro, un misterio en el que poco es lo que parece y lo que parece debe huir de los malos presentimientos. Por salud mental o para no caer en el abismo de la esquizofrenia, dicho en términos coloquiales.

Miro la nómina de ministros del gobierno, sus méritos y conocimientos y siento perderme en una inquietud profunda, un interrogante que me hace sucumbir al temor al respecto de las manos en que estamos y, a la vez, creer en una fuerza superior que nos protege y permite que vayamos tirando a pesar de la insistencia de los políticos en aferrarse al deseo de que todo se desmorone ante su indiferencia.

Veamos. La ministra de Hacienda es médico. Y la de Sanidad, abogada. Curiosa alteración de lo que la lógica ordena y que forma parte indisoluble del misterio del arte de gobernar. Imagínense que vamos al médico y nos atiende un señor o señora con toga. Y que en lugar de recetarnos, nos dicta una sentencia. ¡Oiga que me duele el pecho!. Tranquilo. Condeno al pecho a pena de prisión y a que le indemnice en tres mil euros. O que vamos al despacho de un abogado y nos recibe un señor o señora con bata blanca. Y nos receta paracetamol. ¡Pero si yo he venido porque mi vecino no me paga el alquiler!. Es que lo mío es la pastilla; de lo otro, ni idea.

Pues lo mismo, digo yo, debe pasar o peor con el gobierno. Un médico no sabe de impuestos, ni un abogado de enfermedades. Salvo que creamos y asumamos como normal el esperpento de separar lo político de su objeto y creamos que la política es ajena al problema y que sus soluciones no son de este mundo, que son de otra pasta o que, sencillamente, no son, ni importa que sean.

Lo del ministro de cultura es otro enigma. Iceta, simpático, no se puede negar, es un gran iletrado, sin conocimientos específicos acreditados y sin mérito alguno en el mundo de la cultura. Sabe leer, cierto y escribir, anda erguido y es bípedo, como ha demostrado con su inclinación al baile, única aproximación al arte publicitada, aunque sea al chunga chunga. Difícil es comprender cómo se nombra ministro del arte y la cultura a quien es ajeno a cualquier talento de este ámbito. Por no entrar, para no hacer daño, en que también lo es de deporte, actividad en la que el ministro, cabe presumir porque hay indicios fundados, no es ni siquiera aficionado a su práctica. Pero ahí está, sin que nadie sepa exactamente qué hace y puede hacer.

Lo de Irene Montero, psicóloga, es más complejo y nos hace adentrarnos en terrenos que la misma ciencia en la que es diplomada o licenciada aborda. Cierto es que dirige el ministerio de Igualdad o, mejor dicho, en sus manos «igual da». Pero a la vista de sus constantes creaciones intelectuales, propias de su formación en el «ego» y el «super ego», la incerteza acerca de su especialidad y de estar necesitada de ella se impone sobre los resultados de la elección. Toda la culpa reside en los demás, lo que es indicio de que su título no lo aplica en el gobierno que, por la materia, precisa de menos soberbia y más resultados. Es evidente que sus diatribas son eso, diatribas y que los problemas que vino a resolver van en aumento a pesar de la propaganda que se gasta.

No voy a entrar en el presidente. Economista de título, pero que jamás ha practicado sus estudios, siendo su quehacer el propio de su carrera: la política en su expresión más críptica, cambiante, relativa y fuera del alcance de los mortales. Hoy lo blanco es negro y lo negro, amarillo. Lo de derechas es de izquierdas o viceversa según su leal saber y entender y, parece ser, así lo asumen sus correligionarios con esa obsecuencia propia del «prietas las filas» imperante en el mundo del presente.

No se crean, no obstante que este problema de mala ubicación se limita al gobierno central. Todos los organismos públicos, de cualquier signo, están repletos de políticos sin formación, lo que lleva al paroxismo cuando se contrata como asesores a quienes nada saben de lo que tienen que asesorar. Ser asesor de cualquier cosa sin tener conocimiento alguno es digno de análisis y debería serlo en foros o lugares donde se valora el gasto injustificado. Concejales ayunos de saber en su materia son aupados con esa alegría que proporciona saberse el jefe de la cosa que se hace con dinero de todos, pero que se gasta con displicencia y cierto desparpajo y orgullo, además enmendando la plana a los expertos y sus años de estudio.

Algunos dirán que la política no puede equipararse a la tecnocracia. Y estoy de acuerdo. Pero una cosa es la tecnocracia y otra renegar del saber, de la técnica más elemental. La política es eficacia, no demagogia. Y quien no sabe suele recurrir a esta última especialidad, propia de la profesión de quienes nos gobiernan. Que por cierto no se estudia en lugar alguno, ni se somete a requisito de ningún tipo. Cualquiera puede ser presidente o ministro.

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