El lápiz de la luna

Y ahora, ¿qué?

El rey Melchor en la Gran Cabalgata del pasado año

El rey Melchor en la Gran Cabalgata del pasado año / ANDRÉS CRUZ

Elizabeth López Caballero

Elizabeth López Caballero

Mi sobrino Ian descubrió esta Navidad, con nueve años, que los Reyes Magos no son quienes él creía hasta ahora. Se enteró en el colegio, en una de esas conversaciones de recreo en la que alguno de sus amigos consideró que ya era hora de que todos sus compañeros, como le había sucedido a él, perdieran la ilusión. Ha sido una Navidad rara. Principalmente para Ian, quien cuestionó, fruto de su enfado infantil, la sinceridad de sus padres y el sentido de estas fiestas. Tanto fue su dolor al conocer la verdad que, textualmente, le dijo a su madre: «Cuéntaselo a Iker ya para que no le duela como a mí». Iker es su hermano, mi otro sobrino, que tiene 5 años y está en esa etapa tan bonita en la que cree en el ratoncito Pérez, en los Reyes Magos y en cualquier cosa que le haga soñar. Porque, ¿a quién no le gusta soñar? Tras varios días de conversaciones en las que mi hermana y mi cuñado le explicaron a Ian que no le habían mentido, que era una tradición y que la Navidad no tenía por qué dejar de ser mágica por el simple hecho de que los «Reyes Magos» no fueran ni tan reyes ni tan magos, mi sobrino está aprendiendo una nueva forma de sentirse y de sentir estas fechas. Al principio, cuando le veía esa carita tan triste, se me rompía el corazón. Uno daría cualquier cosa porque las personas a las que quiere no sufran; sin embargo, tuve que asumir que el momento en el que los niños descubren la verdad acerca de esos señores que vienen a casa en camello, forma parte del proceso de adaptación vital y es ahí, en esos pequeños dolores del alma, donde van desarrollando estrategias de adaptación emocional. Aun así, ¡qué faena! Para mí también ha sido un aprendizaje. Por primera vez me senté con él a preguntarle qué le gustaría que le regalara. Ian me respondió que le daba vergüenza pedir cosas si se las íbamos a comprar nosotros y ya no llegaban de esa forma «mágica» y, boom, nuevo uppercut de mi sobrino. Me deshice en argumentos para expresarle que mi papel como tía es cuidar de él y hacerle feliz. Además, le expliqué todas las emociones que experimenta quien regala: ir en busca del presente, envolverlo con mimo, esperar a que llegue el día de entregarlo y ver la reacción de la persona que lo recibe. Regalar es un proceso bidireccional, ilusiona a ambas partes. Al final me dijo qué cosas le gustaría recibir y yo espero con ansias el día de poder dárselas y ver su carita. Ánimo a todas las familias que estén pasando por este proceso que no es fácil de digerir ni para grandes ni para pequeños. Yo he aprendido que la ilusión, al igual que la energía, no se crea ni se destruye, tan solo se transforma.

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