Isla martinica

Una carta para el señor Roca

Prueba de que la universidad ya no es lo que era la tenemos en la «Iniciativa para la Eliminación del Lenguaje Dañino» de la Universidad de Stanford. Hace bien poco que se ha sabido de esta propuesta, nacida y guiada por nobles deseos, pero que, una vez se profundiza en sus contenidos, cualquiera con dos dedos de frente comprende que los urdidores de la «excrecencia» son de todo menos personas equilibradas e intelectualmente privilegiadas.

Me apena que la universidad haya caído tan bajo justo en aquello que la ha convertido en necesaria y vitalmente imprescindible. Me refiero al culto a la libertad de expresión, verdadera garantía del progreso humano. Con la defensa de este nuevo Index inquisitorial se vuelve de inmediato a la época de Torquemada, a los tiempos del oscurantismo y la negación del pensamiento en libertad. Por ejemplo, en su desarrollo, se prohíben palabras como «hombre», «caballero», «señorita», «hispano», «bravo» o «chicos» y otras muchas que les ahorro por unas elucubraciones más propias de mentes febriles que de profesores universitarios al considerarlas vocablos que discriminan a determinados grupos humanos o perpetúan imaginarias valoraciones próximas al machismo o a la segregación racial. Si esta es la élite de la sociedad norteamericana, qué pensar del estadounidense medio. Sin embargo, esto no es del todo real y mucho menos justo, puesto que las instituciones universitarias, tanto las de allá como las más modestas de aquí, cada vez toman una distancia mayor de lo que se entiende por gente de la calle. En resumida cuenta, tengo para mí que la boutade de Stanford es más un canto enloquecido a la ideología woke que una realidad palpable; es decir, un invento de los biempensantes de turno que, ahítos de la ultramodernidad, sacrifican su escasa inteligencia en aras a un discurso plagado de insensateces y soflamas radicales. Como exclamaría el Antoine Roquentin de La Náusea, de Jean-Paul Sartre: «¡Qué importancia conceden, Dios mío, al hecho de pensar todos juntos las mismas cosas!».

Cuando me entero que los distinguidos popes universitarios emprenden iniciativas como la comentada, me acuerdo de la expresión, tan coloquial como ingeniosa, de poner una «carta al señor Roca», que no hace falta ni explicar. Al igual que el añorado Francisco Umbral, que solía redactar buena parte de sus artículos en el ambiente íntimo de su cuarto de aseo, entronizado en un retrete que rivalizaba con el mejor escritorio estilo Chippendale, uno dirige sus pasos al susodicho cuando recibe la noticia de la apertura de un nuevo expediente sumarísimo al ejercicio del derecho a la libertad por parte de los hombres y mujeres de la rabiosa vanguardia intelectual. Siento conducirme de este modo, dejándome incluso seducir por las imágenes de lo escatológico, pero, si se medita apenas un momento, el único lugar posible en el que debatir una iniciativa como esta de la Universidad de Stanford es a solas y en el instante preciso de evacuar. Con toda seguridad, esa es su oportunidad, la de la liberación de todo lo que nos envenena.

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