Un carrusel vacío

La temida intensidad de Segismundo

Es lógico y comprensible que, al abordar una pieza de teatro clásica, un director contemporáneo quiera actualizarla, en cierto modo, para conectar con el público. Pero en esta versión de 'La vida es sueño' no pude reconocer a Calderón

Ilustración de Segismundo.

Ilustración de Segismundo. / LP / DLP

Marina Casado

Marina Casado

«¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción»… Para ilusión la mía, cuando creí que, a estas alturas de la historia, iba a poder ver una versión de 'La vida es sueño' que fuera fiel al texto de Calderón de la Barca. Allí estaba yo, sentada en el palco del madrileño Teatro de la Comedia, esperando a que empezara una de mis obras preferidas de todos los tiempos. Se apagaron las luces, se hizo el silencio…

Entonces, emergieron de varias puertas en el escenario una serie de actores ligeros de ropa bailando al ritmo de una canción moderna, cabaretera, cuya letra rezaba algo así como «Le gusta, le gusta, le gusta…». A mí, sin embargo, no me gustó. No entendí qué pintaba esa música ni la mezcla absurda de vestuario de varias épocas distintas, ni por qué el primer monólogo de Segismundo –«¡Ay, mísero de mí, ay infelice!»– estaba recitado sin gracia, como si fuera la lista de la compra, en vez de una hondísima reflexión sobre la libertad y el libre albedrío. Incluso nos deleitaron con risas enlatadas, al estilo de una sitcom.

Y no estoy hablando de una compañía de teatro pequeña que intentara hacer una versión extravagante de un clásico para llamar la atención del público en una prometedora, desconocida y diminuta sala; no. Como ya he mencionado, aquello era el Teatro de la Comedia y estaba viendo a la Compañía Nacional de Teatro Clásico, en una coproducción hispanobritánica dirigida por Declan Donnellan. He leído reseñas muy positivas en distintos medios, que afirman que Donnellan ha convertido la pieza en un vodevil sin restarle hondura filosófica. Llamadme clásica, pero no puedo estar de acuerdo. Y no porque esté en contra de los vodeviles; creo que debe haber espacio para todo. En Madrid, por ejemplo, la oferta teatral está plagada de musicales, comedias de autores contemporáneos… Por eso, no resulta difícil entender que, si entre todo ese catálogo tendente a la carcajada o al entretenimiento ligero, alguien decide ir a ver La vida es sueño –estrenada en 1635–, lo que quiera ver es un drama barroco. Es lógico y comprensible que, al abordar una pieza de teatro clásica, un director contemporáneo quiera actualizarla, en cierto modo, para conectar con el público. Pero en esta versión de 'La vida es sueño' no pude reconocer a Calderón. Creo que deberían avisarnos de alguna forma de que lo que vamos a ver no es La vida es sueño, sino una obra diferente inspirada en su argumento.

Hace unos años me ocurrió algo similar en el Festival de Teatro Clásico de Mérida, cuando fui a ver 'Las troyanas', de Aristófanes, en una versión dirigida por Juan Echanove que terminaba con todos los personajes bailando una chirigota. Era algo que no hubiera podido imaginarme, la verdad: una chirigota en el teatro romano de Mérida. Me chirriaba, y eso que, al menos, la obra original sí era una comedia y tenía la intención de buscar la risa del público.

En todo caso, estas y otras anécdotas me conducen a una definitiva conclusión: a la sociedad actual le da miedo el pasado, porque el pasado es complejo. O eso es lo que deben de creer una gran parte de los directores cinematográficos y teatrales. Como me decía el otro día mi hermano: probablemente no les compense desde un punto de vista económico dirigir una versión «barroca». Y menos un drama calderoniano, es esta época en la que Mr Wonderful nos dice que debemos sonreír, ser felices y no pensar demasiado, porque entonces caeríamos en la insatisfacción y en las reflexiones profundas y no podríamos ignorar que el mundo no es de color de rosa. Reír es necesario, así como amar la vida, a pesar de todo, pero no caigamos en la tentación de vivir con un pañuelo cubriendo nuestros ojos.

Por supuesto que son más sencillos y comprensibles unos versos como «A quien quiera irse / no le detengas», del influencer Rafael Cabaliere, que esos otros de Lorca: «Amor de mis entrañas, viva muerte, / en vano espero tu palabra escrita / y pienso, con la flor que se marchita, / que si vivo sin mí quiero perderte». El primero nos invita a la inacción, que está muy bien a veces –ya cantaron los Beatles aquello de «Let it be»–; el segundo expresa la exaltación de su sentimiento ante un amor que parece condenarlo a la indiferencia. Como dicen mis alumnos de 1º de Bachillerato: «esas relaciones tóxicas ya no se llevan». Es cierto, ahora se huye de la intensidad y de la “dependencia emocional”, que para mí es una redundancia cuando hablamos de querer sinceramente a alguien. Por eso Segismundo, tan arrebatado ante la crueldad divina –«¿Qué delito cometí contra vosotros naciendo?»–, debe rebajar su tono para no aburrir al público contemporáneo.

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