Retiro lo escrito

La meada como identidad cultural

Actuación de una comparsa

Actuación de una comparsa / LA PROVINCIA/DLP

Alfonso González Jerez

Alfonso González Jerez

El ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife pretende multar con hasta 750 euros a aquellos y aquellas que meen en la calle durante los carnavales. En realidad la sanción está contemplada en la nueva ordenanza municipal de limpieza, que entra en vigor en pocos días, y que también incluye como penalizable fumar en la playa, escupir en la vía pública o depositar basura fuera de los contenedores. Estos tres últimos objetivos son muy razonables y lo que asombra es que todavía no estén sancionados. Lo de mear en la calle, y no solo en carnavales, en cambio, es un rasgo antropológico de los chicharreros, y me temo que incluso contando con unidades de zapadores del Ejército de Tierra no se podrá suprimir.

Todo el mundo mea durante los Carnavales regando con hectolitros de orina las calles, jardines, parques y plazas del centro de Santa Cruz de Tenerife. Todo el mundo supone, como mínimo, el 90% de la población. Esta costumbre, elevada ya a rito de paso, comenzó a practicarse ampliamente en los años setenta, cuando los carnavales iniciaron su masificación y se transformaron en grandes bailes al aire libre. Antes, durante el franquismo, y con muy raras excepciones, las fiestas carnavaleras se celebraban en casinos, clubes, sociedades recreativas y recintos más o menos cerrados. Llevamos aproximadamente medio siglo meando las calles durante las carnestolendas pero debe admitirse que el chicharrero siempre ha tenido cierta inclinación hacia orinar por las esquinas. Quizás sea una manera de marcar territorio, como hacen otros mamíferos. Probablemente el santacrucero intuye –y no le falta razón del todo– que su ciudad apenas existe –encontrará usted muy poco de Santa Cruz en la literatura, la música o el cine local– y necesita una prueba de que, de alguna manera, la puede poseer, la puede vivir, le puede dejar huella, aunque sea apretando los esfínteres. Especialmente en su barrio, porque aquí el vecino mea en su querido barrio, como en carnavales se mea, si la prisa no impone otra cosa, en calles y portales conocidos y, por tanto, tranquilizadores e incluso reconfortantes. Los conozco que han cambiado de trabajo, de casa, de pareja y de drogas pero siempre mean fielmente, con la mascarita puesta, en los mismos sitios año tras año.

Durante la primera noche de las fiestas los chichas son prudentes, pero pronto, muy pronto, se acaban finezas y comedimientos y terminarán meando en los portales, parapetados tras los contenedores de basura, explorando los parterres como el doctor Livingstone supongo, transformando las farolas en mingitorios, miccionando desde lo alto de un vehículo disfrazado de carroza, licuándose vivo en las puertas de las iglesias y de los colegios. Una tradición oral cuenta que dos meones encontraron la puerta de una vivienda particular abierta en la calle Cruz Verde y entraron a toda velocidad pero no llegaron al baño y lo hicieron en un pasillo a oscuras, pero lo que yo pude ver, escuchar, oler fue a una piba disfrazada coherentemente de cerdita ocultando su enorme trasero detrás del cañón Tigre para emprender «una larga y cálida meada», como escribió Álvaro de Laiglesia, ese olvidado poeta de La Codorniz. Mear callejeramente en los carnavales es entendido como una rutina fisiológica plenamente integrada en la identidad de la fiesta. Tal vez el acto de libertad o de libertinaje más universalmente practicado desde la Cabalgata Anunciadora hasta el Domingo de Piñata (todo en mayúscula). En unos carnavales, al borde ya de la borrachera, le pregunté a un periodista muy inteligente si creía que en el Santa Cruz carnavalero se orinaba más que lo se fornicaba. Se rascó la cabeza, asintió ligeramente y me dijo: «Espérame un rato, que voy a mear». Setecientos cincuenta euros por mear en la calle. O queman el ayuntamiento o el gobierno municipal podrá suprimir todos los tributos y tasas municipales.

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