Venga, circule

Abierto 24 horas

Meryem El Mehdati

Meryem El Mehdati

Todas mis pertenencias están en cajas. Hace mucho frío en la calle y mucho calor en el metro, el aire de esta nueva ciudad de mi nuevo trabajo es pesado y todas las personas con las que me cruzo por la calle parecen tener una prisa absurda e incluso ridícula que los propulsa de un lugar a otro. No me entiendo con la calefacción ni con el portero del nuevo edificio en el que vivo ahora en esta nueva ciudad, sospecho que cree que soy estúpida porque le pregunté por los cubos de basura cuando quise bajar el cartón hace unos días. No hay ni un solo cubo en toda la calle. En mi nuevo barrio sí hay un supermercado de una cadena francesa de supermercados que abre las 24 horas del día. Me resulta extraño el concepto porque no lo entiendo, ¿existe la necesidad de que un negocio no cierre nunca? Comprendo que no bajen la persiana los hospitales, las estaciones de bomberos y las comisarías, y acepto que haya servicios que se puedan ofrecer a cualquier hora del día, como el de los cerrajeros o los taxistas, pero ¿un supermercado? Tres empresas de mudanzas me comunican lo fastidioso que es lidiar con las aduanas de Canarias. Me cruzo con el presentador de Salvados una mañana y pienso: «¡No será!».

Me muevo por la gracia y con ayuda de Google Maps. Soy un punto azul que varias veces al día gira, se reubica, deshace el camino andado porque se equivocó en un giro, intenta no frustrarse, retoma el paseo. Leo reviews de restaurantes y de cafeterías de especialidad, de librerías y de gimnasios para decidir cuáles visitar. Leo artículos con listas de los mejores bares, los mejores museos y parques. De la ciudad nueva lo que más me gusta por ahora es ser ese punto azul y que apenas nadie me conozca, que nadie sepa nada de mí, aunque ayer una señora de pelo muy canoso se me acercó y me preguntó si yo era la señorita Meryem El Mehdati. Por algún motivo le dije que no, que no lo era. Se disculpó, aseguró que me parecía mucho, volvió a disculparse y siguió caminando. No sé por qué mentí, supongo que porque incluso la mejor de las voluntades puede teñirse de impaciencia. Sé que poco a poco los días se volverán más cálidos y tendré que apurar los helados para que no me goteen por la mano mientras me los como, que todo el mundo a mi alrededor se volverá más guapo y que se me teñirán el rostro y los hombros con la intensidad del sol que solo atiza así en los lugares donde no se ve el mar, pero ahora me preocupa resfriarme si no me seco bien el pelo antes de salir de casa y lo mucho que me sangra la nariz por la sequedad del ambiente. Sigo esperando mis cajas con todos los objetos que he ido acumulando durante los últimos veinte años. Es complicado manejarse solo con lo que uno consigue meter en una maleta. Poco a poco los días comienzan a hacerse más largos. El sol sale cada día un poco antes, veo la luz extenderse, reptar, desparramarse durante más tiempo por las mesas de las oficinas en las que he empezado a trabajar hace unos días. Pronto haré el camino de vuelta a casa bajo un cielo dorado de nubes rosas y naranjas. Pronto visitaré a mi familia. Pronto volveré a ver a mis amigos.

No me río cuando me venden las bondades del agua de grifo y escucho atenta la voz que me avisa de tener cuidado al bajar del metro para no meter el pie en el hueco que hay entre el vagón y el andén. Es uno de mis mayores miedos: hacerme daño o enfermar en un lugar donde nadie cercano podría cuidarme. Pronuncio en voz alta para mí misma los nombres de todas las tiendas de lujo por las que paso de camino a mi nueva casa. Muchas solo las he visto aquí. Comparo todo lo que veo en la ciudad nueva con cómo se tiñe de verde Gran Canaria cuando llueve un poco, tan agradecida la tierra, y me pregunto si los rascacielos, los museos, las calles que no parecen dormir y las entregas de pedidos en el mismo día pueden competir con el pinzón azul, con los miradores en lo alto de las montañas pobladas de tejados naranjas o las filas de niños diminutos en trajes de neopreno listos para tirarse a probar sus primeras olas. En nada florecerán los almendros y tendré la impresión de que todo esto lo ha vivido otra persona. El tiempo funciona así: nada es tan importante ni tan difícil cuando nos damos la vuelta. Es un gran consuelo.

Suscríbete para seguir leyendo