La opinión del experto

Vivir en campanas estériles

Archivo - Una anciana con mascarilla camina por la calle

Archivo - Una anciana con mascarilla camina por la calle / A. Pérez Meca - Europa Press - Archivo

Martín Caicoya

Martín Caicoya

Quizá no fuera la primera vez que se descubrió que el agua es portadora de enfermedades. John Snow, mediante una observación rigurosa y ordenada, demostró que los casos de cólera que asolaban Londres en 1849 se apiñaban alrededor de las fuentes que recogían el agua en el Támesis al lado de las cloacas. Pidió cerrarlas. Pasaron muchos años antes de que las ciudades decidieran invertir en higienizar el agua de bebida. Entonces ya se había demostrado la teoría infecciosa y se habían detectado bacterias fecales en las aguas causantes de diarreas.

Todavía hoy en España, sobre todo en los lugares de veraneo, hay una incorrecta potabilización del agua que causa diarreas, casi siempre leves ya que estamos bien alimentados, que se tratan con remedios caseros o de farmacia que no precisan receta. Diarreas que no existen para Sanidad, pero que fastidian el veraneo y aparecen como un riesgo en las guías turísticas extranjeras.

A nadie se le ocurre poner en duda la obligación de las autoridades de asegurar agua potable en el grifo. Se puede discutir el potencial daño del exceso de cloro, el efecto de las cloraminas, un asunto polémico que en mi opinión tiene poca base: son miles de millones los que beben y bebieron agua higienizada con cloro sin que haya pruebas de sus perjuicios.

Me preguntaba si, tras la experiencia de la pandemia, también se intentará higienizar el aire en el futuro. El ser humano, en sus orígenes, como sus primos, comía carne en descomposición y bebía en charcas contaminadas. Su intestino, el tapiz de microbios que lo recubren, se las arreglaba para convivir con ello, lo mismo que los perros que olisquean heces y beben en los charcos de la calle.

El confinamiento y las mascarillas redujeron las enfermedades transmisibles por aire. La gripe, la más notable. También la meningitis, una enfermedad temible, su letalidad es de al menos el 10%, más alta en jóvenes adultos. Una letalidad que depende de la cepa. Por eso las vacunas tiene varias valencias, para proteger de los serotipos circulantes.

Hace años la vacuna contra el meningococo se fabricaba con bacteria muerta. Evitaba la enfermedad, pero no el estatus de portador asintomático. A principios de este siglo se desarrolló la vacuna conjugada. Consiste en colocar el azúcar que forma parte de la cubierta de la bacteria y que es el que produce la respuesta inmunológica defensiva, en un vehículo que puede ser el toxoide antitetánico. Así la vacuna es más efectiva y tiene menos riesgos.

Disponemos de una tetravalente que recoge los serotipos A, C, W e Y. Se lleva usando desde hace años. Recientemente se añadió al calendario vacunal otra, de un solo serotipo, el B. Así que para lograr la completa defensa hay que utilizar dos vacunas. Como son vacunas que están indicadas en adolescentes, el grupo más difícil de convencer para que lo hagan, la adherencia es baja. Por eso se ha desarrollado una pentavalentes, que contienen los 5 serotipos. Aún no están comercializadas, de momento sabemos que producen el mismo nivel, si no mejor, de inmunidad y que no tiene más efectos secundarios. Queda por saber si evitan con la misma eficacia la enfermedad. Porque la pandemia covid retrasó los resultados de los estudios porque apenas se producían meningitis. Ahora, relajadas ya las medidas de aislamiento, está resurgiendo la enfermedad como ha reaparecido la gripe y otras enfermedades respiratoria de las que casi nos habíamos olvidado. Nos hemos hecho más conscientes del riesgo de respirar el mismo aire que el de nuestros conciudadanos después de haberlo contaminado con los virus y bacterias que albergan.

¿Estaremos abocados a usar mascarilla en los lugares concurridos? ¿Nos dejaremos tentar por los vendedores de purificadores del aire interior para el hogar? ¿Exigiremos en los locales y transportes públicos que pongan filtros Hepa? ¿Se recomendará, como hacen en países del Este asiático, el uso de mascarilla a las personas con infecciones respiratorias? ¿Cómo conviviremos con el compañero de trabajo que tiene un catarro y no ha pedido la baja? ¿Se convertirá en obligatoria?

No sé qué consecuencias puede tener para la salud vivir en un ambiente descontaminado de microbios. Nadie ha demostrado que beber agua potable, y solo agua potable, haya contribuido a enfermedades. Se especula sobre la posibilidad de un trastorno del sistema inmunológico cuando los bebés no se exponen a los antígenos que lo hacen madurar. Cabe la posibilidad, no demostrada fehacientemente, de que sean más propensos a desarrollar alergias y enfermedades autoinmunes. Es como si a lo largo de la evolución nos hubiéramos armado con defensas que ahora, inútiles, se volvieran contra nosotros.

No entendemos bien, o no tan bien como nos gustaría, el comportamiento de los seres vivos elementales, menos aún los más complejos como el ser humano. Si la mejor virtud de la ciencia es predecir, la pandemia nos ha demostrado que estamos lejos.

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