Isla martinica

La embriaguez del dogma

Louis-Ferdinand Céline

Louis-Ferdinand Céline

Louis-Ferdinand Céline es uno de los novelistas malditos de la historia reciente. En 2021, se iba a conmemorar el cincuentenario de su muerte en el país que le vio nacer, pero, finalmente, se suspendieron los actos institucionales por falta de unanimidad sobre el valor de la figura del francés, sobre todo, en su patria. Pesaron más las consideraciones ideológicas o políticas que el legado literario. No obstante, nadie en su sano juicio pone en duda la genialidad narrativa, por ejemplo, de Viaje al fin de la noche (1932), a salvo de la cancelación humana de la que fue víctima su autor, pero es incontestable que la negación del personaje histórico, en cierto modo, invitaba a completarla con la defenestración intelectual. En suma, Céline es la encarnación del escritor que apesta como persona, si bien su obra es tan luminosa que sería injusto sacrificarla por la condición humana del que la escribió. Con esto quiero decir que Céline se mantuvo coherente hasta el final, incluso en lo estrictamente literario. Fue tan racista y tan antisemita como espectacular en su faceta como escritor. Guste o no, esta es la particular paradoja que debe resolver Francia como país antes de afrontar un eventual reconocimiento de estado del que se dice segundo mejor novelista del siglo tras Marcel Proust.

Esta coherencia, en lo personal y en lo intelectual, es la que se echa en falta en algunas plumas de reconocido prestigio, sobre las que, al contrario que Céline, parece existir una uniformidad en el criterio de valoración. Es una situación que a menudo desemboca en la contradicción, cuando no en la descarada hipocresía. Y es también en la izquierda donde este fenómeno es más visible, llegando al hartazgo, precisamente cuando se empeña en dar lecciones de moral a los que no comulgan con sus ideas. El caso de Jean-Paul Sartre, francés como el escritor de Homenaje a Zola, magnífico pensador y señalado activista político, amén de integrante de la resistencia antinazi en la Francia ocupada, es prototípico en tal sentido. Junto a su esposa y colega, la no menos conocida Simone de Beauvoir, referente donde los haya del feminismo teórico, mantenía conductas en privado que ponían en serias dudas la honestidad de los alegatos públicos en defensa de los derechos de las mujeres y, en general, de los desfavorecidos de la sociedad. Ya es un tópico de la historia de la literatura la alevosa traición a sus pupilos, con los que jugaban sexualmente sin que estos tuvieran la más mínima noticia de sus aviesas intenciones. Entre su epistolario íntimo, abundan las escabrosas revelaciones sobre la potencia sexual de algunos de los seducidos, a los que, inclusive, se llegan a intercambiar como si fuesen una mercancía carnal. Supongo que encontraban divertido el juego, pero, en el fondo, el desprecio hacia los jóvenes de ambos sexos, víctimas de su componenda lúbrica, brilla como un faro en la oscuridad alertándonos del mal de la deshonestidad. Semejante incoherencia, si luego no se declararan en público defensores de los derechos de los afligidos y oprimidos, no pasaría de ser una jugosa anécdota para los estudiosos de la literatura, pero, al hacerlo y además con descaro, la hipocresía de Sartre y Beauvoir es más que definitoria de un cierto tipo de intelectual.

El reflejo de esta inmoralidad del discurso es el mismo que exhibe, de cuando en cuando, la progresía que hoy gobierna España. Y uno de los momentos recientes de esta realidad es el acontecido con las declaraciones de la Secretaria de Estado de Igualdad. La interpelada, comúnmente conocida como Pam, perpetró unas declaraciones en torno a la ley del «sí es sí» y las mujeres víctimas de la violencia machista que no tardaron en recibir el oportuno reproche desde todas las trincheras ideológicas, incluso la progresista. Relata Montaigne, en el segundo tomo de sus Ensayos, que Platón, en varias de sus obras, aunque cita explícitamente la última que escribió, Las Leyes, prohibía beber vino a los menores de dieciocho años, y que, incluso, extendía la prohibición de la borrachera hasta los cuarenta. Hecho curioso, porque, sobrepasada esta edad, el griego veía con buenos ojos el consumo del alcohol como manera de activar los sentidos y hasta la inteligencia. Sin embargo, el precepto platónico, por muchas cosas sabio, no ha sido atendido por las comadres del contubernio del Ministerio de Igualdad, en manos de los radicales de Podemos, facción en la que se engloba la protagonista de las palabras objeto de tacha. ¡Cuidado! La embriaguez de la que hablo no es la etílica, aunque nunca se sabe. Su borrachera es de otro orden, no menos impactante. Me refiero a la ebriedad del dogma, a la que surge de la inmolación de la razón en favor de la consigna, del cliché establecido por una ideología sectaria, que lleva a traicionar lo que se jura defender. En fin, alguien debería hacer algo cuando, desde el gobierno, que se dice pronto, se ríen de las mujeres asesinadas.

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