Retiro lo escrito

Brillantez, elegancia y frivolidad

Xavier Rubert de Ventós.

Xavier Rubert de Ventós.

Alfonso González Jerez

Alfonso González Jerez

Xavier Rubert de Ventós era brillante y seductor como otros son altos, barrigudos o calvos. Pero se llevaba bien y hasta regocijadamente con su propia brillantez. Ni le molestaba ni le ensombrecía. Yo creo, sinceramente, que era por el patrimonio familiar. Tenía tanta pasta que jamás entraba en contradicción con su brillantez, con su agudísima inteligencia, con su curiosidad ilimitada. Lo leía estupefacto y encantado desde mi adolescencia hasta anteayer y mi admiración – a veces ligeramente alelada por la potencia del intelectual, el escritor y el profesor – no me impedía que a menudo me pareciera, en fin, un tipo amablemente frívolo. Acabo de leer la necrológica de un compañero y cita a una veintena de autores, para no parecer menos que el muerto. Esa coquetería intelectual tan suya – estar media horita con todas pero no quedarse con ninguna: me refiero a las ideas y las obras – formaba parte principal de su atractivo zigzagueante de buhonero rico y bien vestido que sabía de todo y de muchas cosas más. Era el fruto de lo que jamás encontrarás en Canarias, por ejemplo: una burguesía culta, interesada en una provincia que formara parte del mundo, aficionada al diálogo y al viaje y con dos o tres idiomas –aparte de los suyos -- para leer y hablar sin problemas, para aprender a perderse y a encontrarse. Así, ¿cómo no se va a parir esa burguesía a un ilustrado que dote de munición cultural a una izquierda catalanista? Las primeras armas, por supuesto, fueron las dedicadas a su legitimación como clase con un proyecto político emergente, y bastaba con la propia existencia sapiencial de Rubert de Ventós para eso. Ideológicamente bastaba la palabra de un intelectual como él – que además traía al debate material de culturas y universidades de Europa y América -- para legitimar ese catalanismo progresista. Para colmo era amigo de la infancia de Pascual Maragall, familia pata negra de la burguesía ilustrada catalana, y desde esa condición, el Filósofo que guía al Príncipe, aumentó su influencia política real, en la que pesó más esa amistad discreta y luminosa que su condición durante varios lustros de senador y de eurodiputado por el Partido de los Socialistas Catalanes, la organización fraterna del PSOE en Cataluña. Un gran momento: una socialdemocracia de aspiración federalizante capaz de enfrentarse al nacionalismo populista y corrupto del pujolismo. No duró mucho.

Entre aquellos a los que Maragall consultó privadamente sobre la oportunidad de un nuevo Estatuto de Autonomía estuvo – por supuesto – Xavier Rubert. Coincidieron: adelante. El Estatuto demostraría que la izquierda socialista era inequívocamente muy catalanista y resolvería los malentendidos disfuncionales con «España». Fue un desastre que, además no interesó a la mitad de los catalanes y espoleó al soberanismo. Para el filósofo la solución consistió en subir la apuesta. Se hizo independentista. Después los Maragall también. «Soy independentista, no nacionalista, y quiero un Estado propio para que Cataluña pueda sobrevivir». Era una cosa rarísima desarrollada con la habitual brillantez seductora en Cataluña: de la identidad a la independencia, libro que muchos aplaudieron sin entenderlo. Era raro, de veras, porque solicitaba un Estado antes y después de explicar que el Estado-nación se había vuelto disfuncional y la socialdemocracia ya no sabía redistribuir. Pero Xavier Ventós, después de recorrer el pasillo de los espejos de todas las éticas y las estéticas no encontró otro camino por el que extraviarse. Formaba parte de su naturaleza intelectual y de esa frivolidad cuajada de necesidad. Lo había escrito en los años setenta: «Más allá de ese hombre responsable está, para mí, el hombre irresponsable, el que es capaz de renunciar al pequeño código y al equilibrio de que se había dotado… Y eso me parece una forma suprema de poder, de seguridad y de elegancia».

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